El faro del fin Novela. 2024
Ricardo Moyano García. agosto 2024
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Sin duda mi tercera novela, El faro del fin, publicada en diciembre de 2024 (la segunda Melilla pólvora y sueño fue editada en 2019, y la primera En escena segundo premio Ciudad de Alcorcón 1989 aun inédita) ha sido la más celebrada hasta ahora.
Autoeditada en Amazon, con la maquetación y diseño de portada de Juan Carlos Sanz -siempre agradecido-, mezcla una trama de novela negra con otra existencial, alrededor de un joven juez destinado en la isla de El Hierro, a fines de los años 80, sitio y época donde se desarrolla toda la trama a lo largo de varios meses.
La novela se ha vendido bien, ha sido apoyada también por el Ayuntamiento de Valverde de El Hierro y por el Cabildo Insular de la isla incluyendo una presentación en el propio Ayuntamiento de Valverde en junio de 2024, además de otras con mucho éxito en la Biblioteca Pública de Las Palmas, en abril de 2024, también en Moya en el Centro de Arte e Interpretación, , y en la Casa Regional de El Hierro en Las Palmas. En todos los lugares se logró el lleno de la sala.
Debo destacar en tales acontecimientos el entusiasmo de mis amigos José Emilio Cutillas, presentador en casi todos los actos, junto a Cristina Esperanza Santiago y Pedro Viñuela, a los cuales se puede ver en las fotografías del final de este texto. Igualmente la labor del ex alumno mío, José Macías, que leyó un texto sobre la isla de El Hierro.
En la presentación en la isla en concreto he de mencionar la presentación realizada por Florencio Barrera, juez en Las Palmas y natural de la isla, y sobre todo gran amigo desde siempre, así como las intervenciones de Freya Fernández que glosó el origen y construcción del Faro de Orchilla, y las salutaciones de la presidenta de la Casa, Doña Concepción Padrón, y del Consejero de cultura del Cabildo de El Hierro, D. Emilio Hernández.
Pero también he de significar en el global de las presentaciones a a mi amiga Silvia Rodríguez Suárez, abogada y autora de muchos carteles de presentación de la obra.
Asímismo la colaboración de otra gran amiga, María Castro Domínguez, poeta, que cedió para la novela su bello poema The Sabina, escrito originalmente en inglés.
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El autor con María Castro Domínguez |
He recibido muchos comentarios positivos, de los que voy a destacar solamente algunos:
1. Manuel Marchena, Magistrado del Tribunal Supremo: "Querido Ricardo: hace un par de semanas terminé tu novela. He disfrutado mucho la lectura. He podido detectar fragmentos autobiográficos muy marcados con Tomás, ese joven juez tímido, "con gafas y aire despistado", muy aficionado al ajedrez, que desembarca en una isla desconocida para él y al que espera el agente judicial en el muelle, sin alfombra roja, pero con el respeto histórico al juez del lugar.
La existencia de un sumario -sólo uno- es algo que conozco de propia mano. Me lo habías comentado en nuestros tiempos mozos, cuando te pregunté "si había mucho trabajo" en el juzgado de El Hierro.
Me ha parecido detectar un fragmento en el que, estoy seguro, se mezclan la imaginación y la confesión personal: "veía que no terminaba de encontrar mi sitio, ni una pandilla de amigos, ni una posición como el juez de la isla. Era solo un jovenzuelo taciturno e inseguro, que se aburría sin aprovechar las posibilidades de la isla, que se arrepentía de acostarse con su vecina y suspiraba en cambio por una inglesa casada que estaba fuera de su alcance".
La obra permite un recorrido por la isla y una certera descripción de los personajes que nunca faltan en una comunidad reducida (rabo blanco-rabo negro). Por cierto, vaya personaje tu predecesor, D. Federico, y el juez jubilado -D. Juan Capilla- que ahora mantiene su influencia organizando fiestorros donde acude "lo mejorcito" de la isla, con el que al final entablas una buena relación hasta el momento de su muerte.
Me ha gustado mucho el personaje de la LAJ, Isabel, que te hace superar las incomodidades de Groenlandia, ese piso sin muebles en el que te has instalado y que abandonas al poco tiempo para estar más cerca de la costa, una mujer con la que te habría gustado entablar algo que fuera más lejos de una relación profesional.
También el de Liza, la poetisa a la que ofreciste dos veces tablas en vuestras primeras partidas y con la que sustituyes la partida de desempate por un fugaz -y final- encuentro amoroso. Recuerdo el hotelito en el que describes el encuentro. Me impresionó el lugar y el emplazamiento en mi único viaje de fin de semana al Hierro.
Reflejas muy bien el ritmo habitual de un juzgado con ese índice de litigiosidad. La inspección ocular que realizas en el cuartel militar como consecuencia de un hurto es muy significativa.
Tu papel mediador entre el sargento Morcillo y su atractiva esposa, Julia, sometida a la la permanente sospecha de infidelidad, reflejan que el juez de El Hierro es algo más que un frío aplicante de la ley.
El asesinato del ginecólogo, Manuel, cambia el ritmo de la novela y sitúa al lector en el núcleo de la historia. Los interrogatorios de los inicialmente sospechosos están muy bien descritos. La altanería de Domingo -el abogado de narcotraficantes- y la ironía de Tomás para hacerle bajar los humos me han gustado mucho.
Las sospechas sobre Benito, el farmacéutico, se debilitan a ojos de Tomás, hasta el punto de provocar el enfado del fiscal, el inefable Hipólito. El sentido de la independencia del juez le lleva a rechazar su prisión incondicional, con la incomodidad que le confiesa el presidente de la Audiencia.
Las referencias a Martin Heidegger, -"ser y tiempo"- o la confesada falta de fe religiosa de Tomás -pese a ello, el auto de libertad lo firma después de una meditación a solas en la iglesia en la que no cree-, añaden elementos que enriquecen una historia de asesinatos.
...
En fin, querido Ricardo, son muchos otros los aspectos que me habría gustado subrayar. Sólo quiero felicitarte por tu novela y darte las gracias por haberme permitido pasar unos buenos momentos de lectura."
2. Leo Rodrigo, escritora y abogada asturiana: "Buenas noches, Ricardo: Este fin de semana terminé tu novela y me ha gustado mucho. Todos los personajes son creíbles, pero tengo debilidad por Tomás, tu protagonista. Escribir en primera persona tiene la ventaja (si se hace bien) de acercarte más al personaje y en este caso, lo has conseguido. Llegas a la isla con Tomás y percibes todas sus sensaciones y sus experiencias, sus «esperanzas» amorosas, su desarraigo en algunos momentos... Es muy bonita la historia con Liza y, como ocurre en la vida, agridulce. Otro personaje que me gustó fue el de Ruth, muy simpática.
Por otra parte, la novela está bien escrita, es amena y no se hace pesada en ningún momento. No es que crea a pies juntillas que el escritor está para entretener sin más, pero, tú ya me entiendes, hay mucho tostón por ahí. La frase final, «creo que el farero no llegó a oírme», me encantó, no te se explicar el porqué. Ojalá continúes la historia de Tomás en Lanzarote, creo que el personaje lo merece y su madre también debería tener más protagonismo (como su Watson o su Holmes). "
Miriam Martinez: Me ha encantado la trama, las historias paralelas, el humor, las descripciones de la isla, la recomiendo.
3. Angela Casiano, abogada: La novela es excelente y merecen mi especial atención dos personajes, Liza (lady) por ser tan delicada y elegante, y Juan Capilla, con prestancia y muchísima sabiduría.
4. José Emilio Cutillas, abogado: Opino igual, destaco a esos dos y añado a Emilio, muy real y que imprime dinamismo a la novela y su protagonista.
5. Mariano García Díez, ajedrecista: "El faro del fin es la segunda novela del Magistrado de la Audiencia Provincial de Las Palmas y Profesor de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria Ricardo Moyano (1957).
Un joven juez, Matías (sic por Tomás), es destinado al punto más occidental de España: la isla de El Hierro. Pequeños delitos, problemas registrales de tierras, las tensiones que el progreso, tan presentes siempre, generan entre los defensores de la naturaleza y los partidarios del desarrollismo a cualquier precio, son el panorama al que debe enfrentarse. Todo se complica con un asesinato.
La bisoñez del juez, el cerrado ambiente de una isla pequeña y poco habitada y los intereses de personas muy poderosas entorpecen las investigaciones. Probablemente, la experiencia profesional del autor contribuya a dar verosimilitud al desarrollo de los acontecimientos. Matías tiene vida. Tiene amigos, bebe, intenta seducir a las mujeres que se le ponen a tiro, juega al ajedrez, se aburre. Nada que ver con el detective obsesionado de muchas novelas, que trabaja sin descanso, no duerme, no respeta los tiempos policiales, allana, si tiene que recurrir a ello, tanto domicilios privados como instancias públicas, reparte mamporros a diestro y siniestro y tiene una vida familiar y social inexistente.
Uno tiende a pensar que la realidad se parece más a lo que se cuenta aquí: un trabajo policial metódico, riguroso, de lento madurar. A veces sujeto a un hallazgo casual o al simple azar. Y, por supuesto, la voluntad de ser hacer prevalecer la verdad.
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Como se deduce de la portada de Juan Carlos Sanz Menéndez, y ya hemos apuntado antes, el ajedrez tiene una presencia significativa en la novela. No es de extrañar ya que Ricardo Moyano es un ajedrecista de cierto nivel, que llegó a participar en el Campeonato de España de 1973 y es Maestro Nacional de Ajedrez por Correspondencia. Además, es autor de El juego de nuestras vidas, una historia del ajedrez grancanario en cuatro volúmenes.
El juez protagonista de la novela es aficionado al ajedrez. Varias son las ideas en torno al ajedrez que recorren la novela. La primera, la capacidad del ajedrez para crear vínculos. Algo muy importante en la claustrofóbica sociedad de un isla pequeña. Quien juega al ajedrez busca rivales. Y unos rivales llevan a otros. Así pasa en la novela, nuestro protagonista ve un día en un bar a un par de hombres jugando al ajedrez (son un médico de familia y un cabo de la guardia civil) en un bar, se acerca, le invitan a jugar una partida, se hacen amigos. Luego uno de ellos le irá presentando a otros jugadores de la isla. Se ha establecido una relación entre ellos.
Por otra parte, es bien sabido que el ajedrez crea su propia jerarquía. Dentro de un club se olvidan las clases sociales; las diferencias de edad o condición se minimizan o anulan completamente. Los ajedrecistas solo reconocen una ley: la ley del juego. La larga tradición de relacionar la inteligencia con la capacidad de jugar al ajedrez, por más que Unamuno advirtiera que ser bueno en el ajedrez solo prueba que se es bueno en el ajedrez, dota de cierta aura de superioridad a quien la posee. Nuestro juez pronto demuestra que es mejor jugador que todos los demás (con una única excepción) lo que suma a su dignidad oficial el prestigio de su competencia ajedrecística.
La excepción de la que hablábamos es la dueña de un hotel, Elizabeth. No será necesario insistir en que el ajedrez es una forma de simbolizar la tensión sexual entre personajes, los lectores del blog lo saben de sobra. Elizabeth es un personaje enigmático, mujer de gran belleza e inteligencia. Rápidamente se establece una corriente de mutuo deseo entre los personajes. Su condición de ajedrecistas los lleva a retarse en el tablero. Las dos primeras partidas que juegan terminan en tablas. Posteriormente juegan otras dos y cada uno logra una victoria. La tensión se mantiene en todo lo alto.
En una entrevista, el autor declaró que una de las enseñanzas que el juego del ajedrez le había proporcionado es que «después de una derrota, la vida sigue». Algunos aspectos de la novela parecen ejemplificar ese aforismo."
Veamos slgunos de los carteles elaborados por Silvia Rodríguez utilizando frases de la novela, así como un cartel y una fotografía de José Emilio Cutillas en la terraza de su domicilio con la maqueta del faro que utilizamos en la presentación (los no titulados son carteles de Silvia Rodríguez).:
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Cartel elaborado por José Emilio Cutillas |
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Fotografía de José Emilio Cutillas |
Igualmente la obra mereció atención en radio y prensa escrita.
Por ejemplo:
También una entrevista interesante en el mismo periódico.
Y adjunto dos videos, el primero de José Emilio Cutillas de la presentación en la isla de El Hierro, donde debo agradecer la gran ayuda de la concejal de Cultura del Ayuntamiento, Doña Yaiza Castañeda:
Y el segundo en youtube de la presentación en la Biblioteca Pública del Estado. Agradezco la grabación a Benjamín Muñoz:
Aunque existen muchas fotos de las presentaciones, me limito a añadir algunas a guisa de ejemplo.
Reportaje fotográfico:
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Presentación en la Biblioeca con la intervención de Cristina Santiago, José Emilio Cutillas y Pedro Viñuela. |
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En la casa regional de El Hierro en Las Palmas |
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Casa Regional de El Hierro, con José Emilio Cutillas y el juez Florencio Barrera, natural de la isla y gran amigo. |
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Presentación en El Hierro con José Emilio Cutillas y el alcalde de Valverde de El Hierro y el consejero de cultura del Cabildo de la isla. |
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En el Ayuntamiento de Valverde de El Hierro con el presentador José Emilio Cutillas |
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En el salón de plenos de Ayuitamiento de Valverde con la concejar de cultura Yaiza Castañeda y el magistrado Florencio Barrera. |
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Presentación en Moya a cargo de la letrada Cristina Santiago |
Por último, transcribo el primer capítulo de la novela:
"Volví a casa de madrugada, cansado tras haber pa-sado la noche de farra en la fiesta de carnaval de los Car-neros y regresar por la abrupta ruta de las montañas: toda una hora de sinuosa carretera entre la oscuridad y la bru-ma. Dejé a «almirante» Nelson y Emilio en la Villa, como llamaban a Valverde; estaban tan reventados o más que yo, y hacía tiempo que roncaban en el coche. Cuando lle-gué hasta el mar de Tamaduste eran ya más de las dos. Al abrir la puerta de casa Fany me saludó soñolienta, y se volvió enseguida a la rosca a los pies de mi cama. No tuve fuerzas ni para quitarme la ropa; me quedé directamente dormido sobre el catre, junto a ella, con una manta de lana encima de los dos. No parecía importar mucho. Era vier-nes, y aunque el sábado gestionaba también algunas cosas atrasadas o urgentes del juzgado, planeaba un día perezo-so, con la intención de llegar al trabajo a última hora. Pero apenas había conciliado el sueño cuando sonaron tres tim-brazos en el zaguán, y luego otro ya en mi puerta. Eran el brigada de la guardia civil y el veterano Agúndez. Otros dos guardias esperaban en el descansillo de la escalera. Gestos serios.
-Buenas noches, señoría- dijo el suboficial llevándo-se la mano a la gorra.
Un eufemismo. La benemérita, cuatro guardias, y a aquellas horas, poco podían tener de bueno.
-Hola, Suárez. ¿Qué ocurre?
-Hay un muerto.
Todo había comenzado un mes atrás, tras las navi-dades, en el ascenso a juez de instrucción. «Tomás Már-quez García, Valverde del Hierro», leí en la prosa lapidaria del boletín del estado. Debía abandonar mi apreciado y populoso juzgado de Telde, pero estaba muy estresado y no me disgustó. Hierro, isla rural, pequeña, de poco más de seis mil habitantes, era apenas una mosca en el mapa, el olvidado extremo sur y occidente de Canarias, de España y de Europa, el punto fatal del fin del mundo según Pto-lomeo: más allá se abría el proceloso mar de las tinieblas y el viajero caía a los infiernos. Luego Colón descubrió que en realidad en las tinieblas estaba América, y Hierro era só-lo lo último -o lo primero- que se encontraba en la ruta. Pe-ro eso no cambiaba mucho la humilde realidad de la isla.
Mi viaje para posesionarme del juzgado fue, eso sí, menos intrépido que el colombino. Llegué en el correíllo que cubría lentamente durante más de un día la travesía entre las islas, atravesando desde Gran Canaria sucesiva-mente Tenerife y Gomera. Aunque me habían dicho que había un pequeño aeropuerto en El Hierro, yo había prefe-rido la ruta marítima para poder embarcar el coche y lle-narlo con todas mis pertenencias: la máquina de escribir, un centón de libros, entre jurídicos y literarios, el televisor de rigor, y algo de ropa. Pronto me arrepentí de la decisión. A la noche se desató la tormenta, y las olas barrían la cu-bierta como si quisieran tragarse el barco, que respondía con crujidos y balanceándose a proa y popa. Me refugié en el salón interior primero y en el camarote después. Pese a la biodramina todo me daba vueltas y me tumbé en la litera. Estaba amarillo «como de ictericia», como hubiera dicho mamá, que padecía de mal de mar en los largos viajes a la península y desembarcada siempre «pálida como un zom-bi».
Horas después clareó el día, y como si la luz se lle-vara por magia la pesadilla, el agua se calmó y el ferry pu-do deslizarse en línea recta con un suave rumor. Al poco sentí ajetreo y voces. Subí a cubierta, y vi que la isla de Hierro se acercaba deprisa, una mole de roca irregular y negruzca, cortada como a hachazos en caprichosos acanti-lados. Pronto el Santa Cruz de la Palma se adentró en el in-terior de una pequeña bahía, trepidó el buque y los obreros portuarios amarraron las maromas a los noráis. Era el úni-co barco en el muelle, y no parecía que en aquel angosto puerto de La Estaca cupieran más. Tampoco en tierra ha-bía mucha gente, y en la cubierta solo estábamos un señor mayor y yo. Los dos mirábamos al muelle, mientras aguar-dábamos que pusieran la escalera. El hombre se apoyaba en un bastón, vestía chaleco gris, y llevaba cachorro, el tí-pico sombrero campesino canario. Enseguida empezó a dar voces y agitar la mano.
-Mire, allí está ya mi hijo. No le ha importado ma-drugar. ¿Y a usted, don, le aguarda alguien? ¿Le alcanza-mos?
-No se preocupe. Traigo coche, y además, se supone que me esperan. ¿Y los demás pasajeros? No veo a nadie.
-Desembarcan por la rampa. No es usted de aquí, ¿verdad?- preguntó-. Se nota en su acento.
-Soy de Las Palmas. No conozco la isla.
-¿Viene por negocios?
-Bueno, podría llamarse así- dije, sin ganas de iden-tificarme como juez.
-Hoy hemos tenido suerte. Para entrar aquí no basta con la pericia, hace falta que el mar ayude. Si hay mucho levante, el capitán no se la juega y se vuelve. No es la pri-mera vez que el ferry choca contra el rompeolas o el espi-gón. Pero si se va son dos días perdidos. Antes, cuando ha-bía urgencias, a algunos los desembarcaban en lanchas. Pe-ro ahora se supone que para las prisas ya han cogido el avión. Si es que el Fokker logra entrar, claro. Como pille viento de ladera, tampoco. Y la isla se queda incomunica-da.
Tal como lo relataba aquel hombre, El Hierro no pa-recía un lugar fácil. Pero sin embargo hablaba con sosiego, sin alterarse. Al fin me ofreció su mano, una mano grande, encallecida y cálida.
-Soy Hilario, para lo que guste.
-Yo soy Tomás. Encantado.
Llegó una brisa salobre y aspiré hondo. Pese a que había dormido mal, me sentía animoso. Tenía treinta y un años, y el juzgado y la isla se me presentaban aún como una buena experiencia vital. Me había documentado algo. Decían los libros que El Hierro era una isla también joven, volcánica, todavía a medio hacer. Que un sismo había des-plomado en tiempos remotos la parte norte de la isla, toda la zona del valle, formando un tsunami que llegó hasta las mismas costas de América. Y que cualquier día un volcán escupiría por alguna de las bocas abiertas o por alguna otra parte, y podría tragarse pueblos enteros y formar otros. Contaban también su paisaje agreste, sus terribles desnive-les. Y la historia humana, desde los bimbaches nativos a la conquista; la paulatina formación de sus núcleos, la llegada reciente del agua corriente y la electricidad; las carreteras escasas; su pobreza, el éxodo de sus gentes. El Hierro, en fin, tenía la atracción de lo remoto.
Pero a decir verdad, lo que me preocupaba en esa mañana de domingo no era ningún afán de aventura sino algo más prosaico: localizar al agente judicial entre las po-cas cabezas que veía en el dique. ¿Se habría despistado? Ya habían pasado los tiempos en que a los jueces se les recibía con pompa y circunstancia. Sin embargo, al poco vi un hombre que llevaba el jersey rojo que me había anticipado por teléfono como señal. Debía ser él. Y me dirigí decidido a tierra por la escalera del ferry con la bolsa al hombro.
-¿Esteban?
- Buen día, señor juez.
El hombre del cachorro, que bajaba delante de mí, se volvió para mirarme con curiosidad.
-Ah, ¿es usted el nuevo juez?- dijo-. Pues ya nos ha-cía falta. Tadeo que se dedique a sus muertos.
No entendí la alusión, pero Esteban me explicaría luego que Tadeo era el funerario de Valverde, y que ejercía también como mi sustituto.
El funcionario se empeñó en tomar la mochila. Era serio pero obsequioso. Tenía un acento cantarín y algo sil-bante que luego me di cuenta de que era el propio de la is-la.
Vi alejarse al señor del sombrero hacia un Land-Rover tras abrazarse a su hijo. Me fijé en que casi to-dos los coches del muelle eran de ese estilo, furgonetas o jeeps, incluso el de la guardia civil, que estaba aparcado junto al barco, y en cuyo interior estaban sentados dos guardias indolentes. Esteban se dio cuenta de que miraba hacia ellos.
-¿Quiere que le presente a los civiles, señoría?
-No les moleste. Ya habrá tiempo, supongo.
-Por supuesto. Tiempo es lo que no falta en esta isla. Y a los guardias también se los encontrará en todas partes.
-¿Y todos los coches son aquí así, tipo Land-Rover?
Le sorprendió la pregunta.
-Sí, muchos, también el mío- dijo el funcionario sin alterar su rostro-. Aquí no se puede correr, y hay muchas cuestas y caminos de tierra.
-Pues yo tengo un utilitario.
El funcionario solo hizo un gesto de asentimiento. En ese momento me fijé en que estaban bajando la rampa del ferry.
-Esteban, espere un momento, vuelvo al barco a sa-car el coche.
-Le espero, señoría- era el agente judicial un hombre circunspecto, que parecía hecho a asumir la realidad sin más. Tampoco se inmutó al ver el color rojo de mi coche, ni rio la gracia cuando lo comparé con su jersey. Me señaló su jeep sin más y condujo delante de mí guiándome hasta la capital. Subimos seiscientos metros en muy poco tiempo. Había que exigir al motor. «Vamos, Johnny», dije. Yo tenía la costumbre de bautizar a mis coches, y de hablarles en la soledad.
A los pocos minutos el mar quedaba ya muy abajo, y la carretera trazaba sinuosidades por laderas y barrancos de vegetación rala, pero era ancha y estaba bien asfaltada. Valverde se alzó poco después ante mi vista, tras doblar una última curva de herradura. Lo que contemplaba no era espectacular, un pequeño caserío de construcciones pe-queñas, salpicadas en varios niveles y colores sin mucho orden. Pero lo más sorprendente es que súbitamente, justo al entrar en la capital, el sol desapareció en una espesa nie-bla que apenas dejaba ver las calles, y un viento recio za-randeaba el coche. Esteban encendió las luces del auto, yo hice lo mismo. La ruta no duró mucho más: el funcionario frenó apenas se había adentrado en el casco urbano y me hizo una seña para que aparcara tras él. Se acercó.
-El centro de Valverde, señoría. Vamos, si quiere.
Hacía frío.
-Este es el clima habitual aquí, por los alisios. El sur en cambio tiene siempre sol. Pero en la villa a veces despeja de un rato para otro.
Se asomó al borde de la calle, señalando a una plaza que había más abajo.
-Mire, allí está su casa.
Era un edificio de una sola planta, con techos a dos aguas, casi colgado de un barranco. En la propia plaza, a izquierda de la casa había una iglesia y a su derecha otro edificio más grande, con banderas en la puerta.
-Eso es el ayuntamiento- dijo el funcionario-, y den-tro también está el juzgado, no teníamos local propio y nos han cedido dependencias. Podemos llegar hasta la casa por las escaleras, pero para acercar el coche hay que dar un rodeo por un camino de tierra.
-Pues mejor hacerlo ya, porque tengo todo el equi-paje en el coche.
-Lo que usted disponga, señoría.
Esteban se montó sin más palabras en mi utilitario y me indicó el camino. Al llegar me entregó las llaves de la casa. Soplaba un viento gélido en el barranco que nos re-movía el pelo. De una cartera que llevaba a bandolera ex-trajo Esteban un sobre oficial grande, de color sepia.
-Es para usted, señoría. De parte de doña Isabel, la secretaria. Me encargó que la disculpara por no haberle re-cibido en el muelle.
-No tiene importancia, ya me dijo por teléfono que no podía.
-Me ha dicho doña Isabel que según el propietario en la casa está todo preparado- el funcionario mantenía el tono a la vez parco y respetuoso de la llegada- Estará usted cansado. ¿Desea que me quede, o que vuelva más tarde para alguna gestión, o enseñarle Valverde?
-Descuide, ya le he ocupado bastante y encima en un día de fiesta. Luego daré una vuelta por mi cuenta por el pueblo. Mañana a las nueve estaré en el Juzgado. Ya veo que tampoco voy a tener que caminar mucho- dije con iro-nía, pero Esteban no cambió de expresión. Hizo una leve inclinación de cabeza y se fue.
Luchando aún contra el viento entré en la casa con la esperanza de que fuera el iglú que me protegería del in-vierno, pero lo que sentí más bien es que me había metido de cabeza en una nevera. La vivienda era grande pero desangelada, casi desnuda de muebles y cortinas, con ape-nas unos estores en las ventanas. Fui al coche y me enfun-dé directamente el abrigo. El casero había dejado al menos una pequeña estufa eléctrica y no tardé en encenderla, pe-ro allí hubiera hecho falta mucho más, una buena chime-nea de leña. Metí dentro el resto del equipaje, y lo apilé en la entrada. Luego me senté en el austero sofá plastificado que había en el centro del salón y tomé de nuevo el sobre que me había dado Esteban, en el que habían escrito por fuera «Sr. Juez D. Tomás» , con bonita caligrafía. Con la misma letra había dentro una nota de la secretaria y varios sobres. Decía Isabel que aunque no parecían comunicacio-nes urgentes, eran correos personales y había preferido ha-cérmelos llegar ya. Volvía a excusarse por no haber ido al puerto. Ya me había contado por teléfono que tenía una excursión de senderismo ese fin de semana en el balneario de Frontera, al otro lado de la isla. Yo realmente había ade-lantado mi viaje a última hora, y no consentí en absoluto que cambiara sus planes.
Abrí las cartas. Ciertamente, no solo no eran urgentes, sino que tampoco tenían mucho interés. Una era un «saluda» del casino de Valverde, en que el presidente me daba la bienvenida y adjuntaba un pase de libre acceso a sus instalaciones. Otra era un correo oficial con mi nom-bramiento judicial. La tercera una invitación a una fiesta que organizaba un tal Juan Capilla, que se presentaba co-mo «magistrado-juez jubilado». Bueno, aunque no había empezado aún a trabajar parece que ya me estaban orga-nizando el ocio.
Me tumbé en la cama, y me eché las dos mantas que encontré en el armario encima, aunque estaban húmedas. Insensiblemente me quedé dormido. Cuando abrí los ojos era ya mediodía. El frío seguía siendo intenso y aun mugía el viento en las ventanas, pero cuando me asomé vi que no quedaba rastro de la niebla y lucía un sol radiante. Olía bien, a aire de campo. Me eché a la calle sin pensarlo. Se estaba mucho mejor fuera que dentro de la casa. Eché a andar por las calles como un turista despistado con un mapa de Valverde en las manos, creyendo que no me co-nocería nadie, pero la mayor parte de la gente me saludaba al paso, o al menos se me quedaban mirando.
El paseo no fue largo. En el plano solo apa-recían tres calles principales, y es que no había más. La ca-lle central trazaba una curva de ballesta y tomaras un sen-tido u otro, el casco terminaba unos centenares de metros más allá. Hacia la izquierda empezaba el descampado y se iniciaba la carretera hacia la montaña; hacia la derecha pa-saba lo mismo, por otro ramal. En la calle más alta de la vi-lla me encontré dos edificios con banderas ondeando y le-treros oficiales: «Delegación insular de gobierno», «Admi-nistración de Hacienda». Enmedio de ambos había solo un solar vallado; dentro solo había una cementera, dos sacos de cemento, una pala, y un volquete. Ante mi sorpresa, el cartel de la constructora decía «Nuevo edificio de los Juz-gados». Ni me había enterado de ese proyecto. Aunque por las apariencias, aquello iba para largo. Regresé por mis pa-sos y me metí en el único bar que encontré abierto. «Los Reyes». Pedí una ración de queso y una cuarta de vino de la casa. El vino era blanco, fresco, y tenía un sabor fuerte. También allí me miraban. Compré dos botellas de agua y volví a casa.
Por la tarde no sabía qué hacer, y decidí probar a dar una vuelta con el coche al tun tun, montaña arriba. Pero sólo vi una sucesión de campos, cabras cence-rreantes, vacas sueltas pastando -que también me miraban-, depósitos de agua. La carretera se adentraba luego en un bosque espeso, y allí decidí parar y regresar. Pasé la tarde leyendo, pero luego me apretó el hambre, y me di cuenta de que no había comprado nada de comida. Tampoco en-contré ya ningún sitio abierto. Valverde parecía a las seis de la tarde un pueblo fantasma. No quedaba otra que re-gresar a casa, encender la tele, y combatir el frío.
No había sido una llegada muy lucida ni es-timulante. Pero nunca se sabe."