DIARIO DEL JOVEN Y EL SOLITARIO, 21. FRAN EL PIANISTA.
A la memoria de Fran. Este texto es una recreación ficcionada sobre Fran de Palma, pianista que conocí.
Ricardo Moyano julio 2022
El solitario me dedicó hace tiempo un libro que había escrito del juego de ajedrez. Lo tituló “El juego de nuestras vidas”. Decía que el ajedrez se parecía a la vida, o la vida al ajedrez, porque a lo largo que avanzas en la partida te van faltando piezas, y al final -añadió en esa tarde de lluvia en que me trajo la invitación- el rey se queda desnudo y solo, y luego muere.
-Perdone, solitario, pero ese final tan trágico no lo ha escrito usted en su libro, que es un tocho gordo y me lo he leído bien entero.
-La vida es eso, joven, aunque a veces la disimulemos. En mi juventud me dediqué a ese juego, incluso me planteé ser profesional del ajedrez, y me frené a tiempo. Vi a algunos de los que lo hicieron, mentes brillantes, que habían acabado pidiendo bocadillos por las calles, o jugando desesperadamente partidas rápidas a la apuesta para sobrevivir. Igual sucede a veces con los músicos. Es un mundo bello, fascinante y difícil, una carretera llena de cunetas. Mi amigo Fran, el pianista, es una pieza que hoy falta en el tablero de mi vida, murió hace escasos días, sin otra pertenencia que su talento. Por eso, en homenaje a él, le invito a usted a ponerse su mejor traje, y compartir un “brunch” en el hotel.
Dijo eso el solitario extendiendo un pase para la terraza aérea del hotel más exclusivo de la ciudad. Me quedé tan halagado como sorprendido. Mientras me ajustaba ante el espejo el nudo de la corbata, no terminaba de entender cómo pretendía homenajear a su difunto amigo, ciertamente un trotamundos que había paseado su música por los garitos más oscuros de la polis, llevándome a ese lugar de damas de altos vuelos, música de Sinatra y burbujas evanescentes de don Perignon. Pero cuando vi el piano de cola en el centro de la terraza, sobre un entarimado enmoquetado, lo entendí a medias, y el solitario me lo acabó de explicar. Vestía el solitario muy dandy, un traje gris marengo con pajarita y tirantes, y había sacado del paragüero su mejor bastón, con la empuñadura del águila.
-En este lugar, aunque usted no lo crea, también tocó Fran algunas noches. Tenía que devolver el smoking a recepción tras acabar los pases, eso sí. Pero él disfrutaba de cada momento, al terminar alguna romanza miraba al cielo de estrellas, y se sentía una de ellas. Porque realmente lo era. Le acompañó una de las veces Pepe Kraus, el hermano del gran tenor. Esa noche le vi.
-Si, yo también conocí a Fran, pero no le escuché aquí, sino siempre en un pequeño pub de la ciudad vieja, cerca de mi casa. Tenía la voz rota pero cantaba también él mismo, de forma muy emocional, la verdad. Lo que pasa es que yo creo que prefería los instrumentales porque así se concentraba más en su piano, que tocaba pegándose casi al teclado con la cabeza.
-Esa era su posición favorita, muy introspectiva.
-Y combinaba los viejos standards de Broadway con música de su país, Venezuela, que adaptaba a versiones de club. Pedía a la gente que le solicitara temas, y se los sabía todos.
-Fran tocaba todo y en todas partes- dijo el solitario llevándome a la balaustrada ceñido suavemente por la cintura. Allí se notaba más el perfume de los rosedales de los jardines del hotel. Pero él me hizo mirar a lo lejos, mucho más allá, hacia el mar y los barrios de la periferia del puerto.
-Fíjese allí- señaló un racimo de luces en el confín de la isla.
-Sí, lo veo, ese es el barrio chino. Desde aquí, encendido, parece otra cosa.
-Parece una guirnalda de estrellas, un sueño, como la propia vida que vivimos. Que es lo que es. Pero también allí tocó Fran, en un bar donde abundaban las peleas, el macarreo y los robos. Esa es una ventaja, a él no podían quitarle nada. Pero de allí sacó alguna novieta, igual que de esta terraza.
-¿También aquí?
-A las mujeres se las conquista con la cartera o con el corazón, joven. Así ha sido siempre. Y Fran tenía bastante con tocar o arrastrar la voz, como usted dice, para lograrlo. A ver quien resiste un "Summertime" o un "As time goes by" tocado con la sangre del alma.
El solitario apoyó sus palabras canturreando la melodía de Casablanca.
-Era un hombre curioso, ese Fran, sí señor. dije-. A veces sólo cobraba en propinas, y esas propinas muchas veces eran en especie.
-No se corte, joven, dígalo claro. Era muy borrachín, y le encantaba que le invitaran a cervezas. Una vez, para que no bebiera tanto, le dije que le pagaba una sin alcohol y me replicó “Mi motor sólo funciona a cerveza con plomo”. La gente le regalaba cosas, ropa, radios, móviles, tenía una vieja Blackberry que ya no funcionaba bien, y él le llamaba “mi Chumberry”, pero no quería cambiarla por otro. Yo le recargaba la tarjeta de su chumberry mes a mes. Hasta que hace poco, extrañado de no tener noticias de él, le llamé, y el teléfono ya no daba señal. Pensé que su móvil había muerto. Pero no era el móvil.
Los ojos del solitario enrojecieron, pero se mantuvo para evitar las lágrimas.
-Me llamó un amigo común-siguió-. Murió solo, en una residencia de tercera edad, donde tocaba por las tardes una vieja pianola desafinada. Pero yo quisiera recordarle tocando en algún lugar del cielo, y no en esos momentos finales frágiles donde es un soplo la vida, como dice el tango que el cantaba en un susurro, maravillosamente.
-Quizá Fran ha pasado por algún agujero negro a una de esas realidades cuánticas de las que usted habla siempre, y vive allí.
-Por ese sumidero negro nos iremos todos, hijo. Hacia el gran misterio. También de esas cosas hablaba con él, que era un gran lector. Y a la vez muy sencillo. Vivía con un gato y rodeado de plantas, en una casa abandonada. Allí estaba, supongo, “bella a las seis”. Era el nombre de un tema de uno de sus discos.
-¿Una de sus novias?
-No, una de sus plantas. Creo que era un geranio. Me dijo que tenía una flor que se iluminaba al sol de la tarde, y era a las seis cuando lucía más bella. Era de costumbres simples, Fran, pero había tocado con los más grandes, Santana, Sonny Fortune… En su juventud había formado un grupo de rock en Venezuela, pero más tarde, en medio de una gira con una orquesta por toda Europa, recaló en esta isla, y aquí se quedó, sin más. Le dije que por qué aquí. Y me dijo que era un lugar tan bueno como cualquier otro. Una respuesta incontestable. Porque no hay ninguna razón de peso para rodar ni para parar. Fran no tenía papeles, a pesar de los años que llevaba aquí, y un día le llamaron a la comisaría para notificarle la orden de expulsión. Invitó al policía a que buscara sus videos musicales en internet, para demostrar que no era un indigente. Afortunadamente, ese policía amaba el jazz, y le dijo:
-Mire Fran, váyase corriendo de aquí y no se le ocurra volver a una comisaría por mucho que le manden llamar. Y así lo hizo. Y así siguió viviendo.
-Recuerdo que en aquel pub en que yo le vi, la dueña no le tenía en gran estima, porque bebía demasiado.
-Bueno, él decía que esa señora solo amaba una música, la de la caja registradora.
-Pero tenía el aprecio de los músicos, y del público. Yo le veía siempre con sus amigas, que querían retratarse todas con el. Tenía su prestancia, pese a todo. Creo que una vez rodó una película.
-Sí, "El último traje", con Angela Molina, haciendo por supuesto de pianista de bar. Estaba muy orgulloso de esa película, y siempre me decía que la viera. Pero nunca tuve tiempo. Fue ahora, tras su muerte, cuando la busqué. Casi lloré viéndole tocar, tan elegante, con una chaqueta violeta, tirantes, y su barba bien rasurada, y no como la que llevaba siempre, últimamente, tan patriarcal.
-Ahora entiendo su "look" de hoy, solitario. También le ayudó usted con dinero, no lo niegue.
-Bueno, eso es anecdótico. Los músicos nos regalan su música, su alma, pero necesitan mecenas y micromecenas, como era mi caso. Siempre andaba impecune, decía que la vida del músico era "dura y cara" y reía; yo procuraba suavizársela disfrazando las donaciones de otra cosa, para no hacerle sentir mal. Le compraba varias veces los mismos discos, o alguno de su colección de cd, que tenía muchos, y se los pagaba a precio de oro. También alguna vez le encargué que me compusiera música, por mi cumpleaños. Dos temas los subí a la red, de hecho, y gracias a eso los oyeron en su querida Venezuela y en Estados Unidos, donde vivían sus hermanas. Era la única familia que tenía.
-Al final ese pub del que hablamos, por cierto, cerró. Se convirtió en oficina de banco, o algo, creo.
-Ni siquiera. Eso era antes. Los bares se hacían bancos o bingos. Al menos se cantaba algo, los premios- ironizó el solitario-. Pero ya apenas quedan casinos ni oficinas bancarias. Todo se ha vuelto virtual, hasta el amor y el odio. Todo circula por las redes, los requiebros, los insultos. Y los pubs se convierten en ruinas, sencillamente, como ballenas muertas varadas en la playa, y allí se quedan pendientes del derribo que no llega, porque el político de turno anda en otras cosas haciéndose fotos...
Aquí terminó la charla, porque el pianista de la terraza había empezado su pase. Era un joven rubio que tocaba y cantaba bien, aunque sin mucha gracia. Pero era guapo, y las señoras de tacón alto se acercaban a él con sus trajes brillí brillí y sus copas de cristal esmerilado. También ellas eran guapas, y yo las miraba. Iba a decirle al solitario que a las mujeres, además de por la cartera o el corazón, también se las puede conquistar por el físico.
-¿Nos acercamos, solitario?
-Vaya usted. Luego me uniré para el brunch.
El solitario se quedó solo, de espaldas a la fiesta, mirando a los jardines del hotel y a sus propios pensamientos. Estaba triste y en esas ocasiones era mejor no molestarle. Le noté envejecido, la verdad, pero quizá era solo la herida del momento, la certidumbre del paso devorador del tiempo, de que Fran era esa pieza importante que en el juego de su vida le había cobrado el destino. Porque como escribe el prologuista del libro del solitario, cualquier jugador de ajedrez sabe que las piezas que te captura el enemigo una vez se van a la caja, se desvanecen, y por mucho que las eches de menos, no vuelven.