Ricardo Moyano. 2019. A la memoria de Francisco Afonso Carrillo, gobernador civil de Tenerife a quien conocí, y que murió dirigiendo la extinción del incendio en el Roque de Agando.-
El solitario y yo pasamos una tarde de merienda en el suave otoño de las montañas de Arucas. Se levantó aire, y el solitario se frotó los brazos. Pedimos te caliente, y el que nos trajeron era una verdadera chimenea. Se calentó las manos agarrando el vaso.
-Va llegando el frío, joven, pero creo que todavía este solecito templa las horas. Pronto oscurecerá, sin embargo.
-Así son las estaciones, solitario. Ya casi no nos acordamos de los días de agosto.
El solitario señaló el pino quemado en lo alto.
-Ni del incendio de las cumbres que tuvimos este año. El fuego devorador, uno de los cuatro elementos de la naturaleza, o de la energía.
-Tierra, aire, fuego, agua. Los cuatro importan.
-Más bien lo que importa es su equilibrio, su armonía. Los seres humanos somos frágiles, ya ve, no soportamos siquiera este te, si está demasiado caliente, como nos lo han servido. Hay que darle reposo, tiempo. Somos setenta por ciento de agua, pero moriríamos en medio del mar. Respiramos aire, pero nos despeñaríamos en él por este precipicio del mirador.
-Somos tierra-tercié- pero nos ahogaríamos bajo ella.
-Y vivimos gracias al fuego del sol, pero en exceso nos abrasaría. Y venía pensando, al al ver el daño del incendio, en otro que hubo, más trágico, aquel de la Gomera del 84.
´ -Es verdad. Fue más corto, pero murió mucha gente.
-Veinte personas nada menos, y muchas más heridas de gravedad. Y a una de las víctimas la había conocido un mes antes. Era nada menos que el gobernador civil, que pareció en las llamas. Y no lo digo porque unos muertos o unos vivos valgan más que otros, sino porque cuando conoces a alguien, y cuando le has visto además recientemente, te llega inevitablemente más adentro. Aunque, como fue en este caso, sólo nos hubiéramos visto y tratado una única vez en nuestras vidas. Esa sola vez bastó, empatizamos de inmediato; y su muerte, poco más de un més de haberle conocido, me dejó noqueado. Era una persona de mi misma edad o casi, Francisco Afonso tenía solo treinta y seis años cuando le conocí, los mismos que cuando murió. Y un entusiasmo, unas ganas de hacer cosas, que me calaron. Ya sabe usted, los jueces somos reflexivos, dubitativos, razonadores. El gobernador era todo lo contrario, ímpetu, decisión, empuje; y eso me admiró, aunque también, quizá, esa energía, esa entrega sin reservas, fuera un hecho negativo después en los terribles sucesos de Agando.
El solitario mojó una galleta en el te aún hirviente –“coja una también”- y la paladeó despacio. No arrancaba a hablar claramente, como si los recuerdos fueran demasiado dolorosos para explayarlos. Al fin siguió.
-Todos somos parte de una cadena, todos aprendemos de todos, y yo no se si el sacó algo en claro de nuestro encuentro, pero aprendí de aquella joven autoridad el valor del entusiasmo, de la fe en tu propia labor. Aunque lo pagara caro.
-Cuénteme más, solitario. Recuerdo sólo vagamente aquel suceso.
-De acuerdo- suspiró al fin, dejando vagar la vista hacia el mar. No es para almas muy sensibles. Yo era juez a la sazón en la isla de Hierro, llevaba pocos meses, y me preparaba a primeros de agosto para coger las vacaciones cuando fui convocado a un acto oficial. Acababan de nombrar a los nuevos cargos gubernaticos, y el nuevo gobernador civil estaba de visita oficial en la isla. Ya se había reunido con las autoridades políticas, y quería simplemente saludarme. Venía acompañado del alcalde de la localidad. Yo esperaba a un político, ya sabe usted, calvo, circunspecto, protocolario. Para mi sorpresa, era un joven de gran energía y tuteo rápido, al que brillaban los ojos en su rostro ancho; lucía curiosamente un gran bigote que yo no asociaba a los políticos socialistas, como era su caso. Tenía don de gentes, probablemente también por su pasado como director de agencias de viajes, o por haberse bregado ya en el Ayuntamiento del Puerto de la Cruz, donde había ganado ya por dos veces las elecciones. Tenía una alegría contagiosa, le gustaba disfrazarse en carnavales, jugar al fútbol, solidarizarse con todos. A mí, tímido ratón de biblioteca, me maravillaba que alguien tuviera carisma para conseguir el apoyo mayoritario de sus vecinos. Era como si se bebiera a sorbos rápidos la vida: se había casado también pronto y había sido padre ya siete años atrás.
-Sintonizaron.
-Sí, ya le dije. Y también eso lo hicimos deprisa. Me preguntó por la incidencia de la droga en la isla, y en general de la delincuencia. Hubo algunas coincidencias extrañas, como cuando el alcalde sacó el tema de la escasa protección de esas islas menores contra los incendios forestales, tan frecuentes en verano en Canarias. O cuando me dijo, tomándome del brazo, que un político no estaba allí para figurar, sino para hacer cosas, para “quemarse” en el cargo. Hubo otra casualidad extraña, casi cuántica. Cuando bajé a despedirme de él en el aeropuerto, se dirigió corriendo hacia el helicóptero oficial por el lado de la cola.
La hélice estaba ya en marcha y un golpe de viento inesperado la inclinó hacia abajo. Con buenos reflejos el gobernador se agachó, y la hélice pasó como guadaña a pocos centímetros de su cabeza. El guardia civil que le despedía a mi lado se llevó las manos a la suya.
La hélice estaba ya en marcha y un golpe de viento inesperado la inclinó hacia abajo. Con buenos reflejos el gobernador se agachó, y la hélice pasó como guadaña a pocos centímetros de su cabeza. El guardia civil que le despedía a mi lado se llevó las manos a la suya.
-¡Estos jóvenes son atolondrados! ¡A un helicóptero nunca se sube por la parte de atrás, hacia donde se vence la hélice!.
-Y después sucedió el incendio en La Gomera.
-Sí -el solitario resopló, al llegar al punto más duro del relato-. Nos habíamos despedido con un abrazo, y me había prometido volver pronto, y que entonces quedaríamos a almorzar e incluso a pasear en barco; un familiar tenía un pequeño barco de pesca en puerto Restinga. Pero no hubo opción. A principios de septiembre, justo cuando yo me había reincorporado de las vacaciones a Hierro, se desató un incendio en la otra isla pequeña, La Gomera, que no parecía revestir mucha importancia. Leí la noticia en la prensa sin mucha atención. Pero Gomera es una isla llena de barrancos, de alturas, de vientos, de trampas. Cuando los cuatro elementos se equilibran, joven, las cosas van bien. Cuando se abren las bocas del infierno… Total, que a la mañana siguiente el gobernador llegó a Gomera para dirigir la extinción, las autoridades se apostaron en un cercano mirador, pero sintió que desde tan lejos no podía ver la situación real, y aunque se lo desaconsejaron, quiso acercarse más al foco del incendio para dirigir el operativo. Esta decisión, propia de su carácter entusiasta, fue temeraria. La comitiva, de varios coches oficiales, se unió a unos pocos vehículos de bomberos y voluntarios en la degollada o collado que unía el roque de Ochila con el de Agando. El fuego ardía bajo control en la vaguada, y el gobernador dio algunas instrucciones por “walkie talkie”. De pronto, hubo un brusco cambio de viento y se desató un incendio brutal a las espaldas, un segundo foco que subía como una bola de fuego y humo desde la vaguada a la carretera de la degollada, alimentándose de la pinocha, y cortando totalmente la retirada. En escasos segundos, el terror se apoderó de todos, se dio la señal de huida, y se produjo una desbandada en todas direcciones, unos a pie, otros intentándolo en coche por la carretera.
-No lo podemos ni imaginar. El fuego subía como una gran explosión. Los que más sabían de incendios forestales y de aquellas carreteras secundarias eligieron la mejor opción, que parecía la más extraña: meterse dentro del coche, cerrar las ventanas, y salir pitando, “cagando leches” como dijo uno, hacia la zona ya quemada, es decir, hacia abajo, aun a costa de tener que atravesar el fuego durante cientos de metros quemando las ruedas y envueltos en un humo irrespirable que cegaba incluso la carretera. Esos lograron salvarse aun a costa de graves heridas. Otros optaron por zigzagear a pié atravesando como podían entre las lomas incendiadas ; casi todos éstos murieron. El chofer del gobernador, Brito, en una decisión intuitiva pero fatal, aceleró hacia el lado contrario de donde venía el fuego, es decir, hacia arriba, hacia el roque de Agando, sin darse cuenta de que el fuego se propagaba rapidísimamente hacia allí, impulsado por el viento. Alguien le gritó “¡Brito, noooo! ¡Hacia lo quemado!” pero el hombre no oyó, o en aquel estado de pánico no fue capaz de reaccionar, o no se pudo orientar en medio del humo. En aquella dirección, al poco, se escucharon alaridos, quizá de los jóvenes excursionistas que también sacaban fotos y quedaron atrapados por las llamas. Se les encontró en el interior de un coche, calcinados, dándose en un último abrazo. Pero quizá los alaridos eran del propio coche del gobernador. El y sus acompañantes, ya atrapados por las llamaradas en la carretera, intentaron en su desesperación huir a pie, pero murieron de inmediato. Los cadáveres quedaron calcinados sobre la tierra, irreconocibles salvo por los relojes y las cadenas. El testigo que los encontró los confundió inicialmente con leños carbonizados. Junto al gobernador quedó su secretario personal, el conductor, y un sargento de la guardia civil.
-Qué horror. No conocía esos detalles.
-Alguno de los supervivientes avanzaban como locos carretera abajo, convertidos en antorchas humanas, o como dijo otro testigo, en espantapájaros. La piel se las caía a tiras. Algunos de los que vivieron tras largos tratamientos hospitalarios e injertos quedaron con huellas en el cuerpo y la cara que les marcaron de por vida. Un fotógrafo poco respetuoso incluso vendió las fotos de los cadáveres achicharrados a la prensa amarilla. E imagínese usted la familia. La esposa de Paco Afonso estaba comprando en una tienda en Puerto de la Cruz cuando le dijeron que su marido había perecido en el incendio. Cayó redonda al suelo.
-Recuerdo que se habló de negligencias. Entonces no había mucha preparación para los incendios.
-Sí. Ocupar esas carreteras en medio de un fuego activo es muy peligroso. Y más hacerlo en mediana altura, como una degollada, hacia donde es fácil que suban las llama. Lo mejor es permanecer abajo, en lo quemado, o en todo caso en lo más alto del monte, lejos del fuego y la vegetación. El viento cambiante y la mala suerte, o la fatalidad, hicieron lo demás. Segaron esas vidas.
-Se alteró el equilibrio del aire, del fuego…
-De la tierra, del agua… Qué muerte tan espantosa. El decía, fíjese, que quería quemarse en el cargo, y yo lo tomé como una metáfora. Que es lo que era, ya lo se, pero ya ve. Y aquel cambio de viento de las hélices del helicóptero, quizá debimos tomarlo como un aviso. Pero es difícil leer las señales “a priori”, como lo es a toro pasado comprender ciertos sucesos, su lógica, o incluso su sinrazón. Algunos de los supervivientes nunca quisieron hablar de aquel suceso. Muchos sufrieron traumas psicológicos de por vida. El pequeño hijo de Francisco Afonso, Aaron, se dedicó también, como su padre, a la política. Aún lo hace. Y un monumento recuerda a las víctimas, a todas las víctimas. El nombre guanche del roque de Agando, cerca del parque natural Garajonay, quedó asociado a la tragedia, aunque ahora sea ruta de senderistas. Quien sabe si aquellos titanes de antes de la conquista también fueron sojuzgados alguna vez por el fuego. Pero yo sólo tengo en mi mente aquel muchacho emprendedor, de sonrisa franca, aquella charla desenfadada en el hotel Boomerang de nuestra juventud de autoridades recientes e ilusionadas, política él, judicial yo. Pienso también en mi compañero Vicente, de la Gomera, que debió asistir a las autopsias; le conocí poco después precisamente en La Gomera; vestía sombrero, era taciturno y estaba al borde de la jubilación. Veía la vida pasar como ahora nosotros, desde una terraza de la capital, tomando café conmigo, siendo yo el joven y él el solitario, por así decirlo. Pero no hablamos de aquello. Cuando intenté mencionar el sumario hizo un gesto de rechazo con la mano, que respeté. Y pienso también en las viudas, en el luto y el llanto. Pero mi recuerdo es otro, ya le digo, para mi Paco Afonso siempre está vivo anclado en esa edad de nuestro encuentro, en la promesa de un almuerzo que ya no nunca se dio, en el paseo con el barquito de pesca por el mar azul de las Calmas. Su imagen nunca envejece. En cambio, fíjese en la mía, estoy hecho una pasa.
-Pero todos quieren, o queremos, llegar a viejos, solitario.
-Todos quieren llegar a viejos, sí; pero ninguno serlo. Yo ya lo soy. Y usted no. Así que ande, joven, deme su brazo para levantarme un poco, que creo que me ha cogido algo de reuma en la cintura.
Sopló una ráfaga de viento, que meció los árboles en el mirador. En la mesa de al lado, una mujer encendió un cigarrillo con una cerilla. No pude dejar de estremecerme un instante.
Las Palmas, noviembre 2019
Las Palmas, noviembre 2019