jueves, 20 de abril de 2023

Diario del joven y el solitario, texto 22. Polina.

 


                DIARIO DEL JOVEN Y EL SOLITARIO -22-.


                 POLINA

       


        Ricardo Moyano. Abril 2023.

          Nos sentamos el solitario y yo en un banco de piedra de la alameda. Zurean las palomas y un perro triste pasa husmeando por el suelo. Mira lastismero al solitario y él saca una chuchería del bolsillo que el perro devora, alejándose con pasos cojitrancos.

         -Es viejo el chucho- dice- ya tiene una historia.

         -Todos la tenemos, solitario.

         -No de la misma forma. Unos la tienen por hacer, como usted, y otros ya sólo la tenemos por contar. Aunque la diferencia se cifra solo en el paso del tiempo, por supuesto. El Implacable. Y por ser más preciso, también en lo que hemos sabido o podido hacer con nuestras vidas, a contar desde un instante.

         -¿Qué instante, solitario? ¿El del nacimiento?

         -Ahí la historia nos la escriben otros. Bastante teníamos entonces con lloriquear y chupar de la teta. El instante dado depende de cada uno. Para un juez, por ejemplo, puede ser el momento traumático de superar las oposiciones. El palabro ya se las trae. Sugiere conflicto, lucha, la caída al vacío, y la vuelta a empezar como el mito de Sísifo. Con final feliz, a veces. ¿Cómo lo vivió usted, ese final?

         -De forma fría. Leí una lista en un ordenador, y estaba mi nombre. Luego me fui a cenar.

         -Lo mío fue más romántico. Palacio de las Salesas, las siete de la tarde, el último sol dorando a través de las vidrieras del patio del Supremo, en la galería con salas bautizadas con nombres de antaños ilustres. Ese fue el instante: se abrió la puerta lateral, y salió el bedel con su uniforme azul, el pelo cano, y el listado de las notas de esa tarde. Llevaba años haciendo lo mismo y era el heraldo de la ventura y de la desgracia. Pero antes de que voceara los resultados en el corrillo que formamos de inmediato yo ya había leído mi nombre en la cabeza de la lista, empinándome por encima de su hombro. Ventajas de la altura. Pero sonó bien oír luego mi nombre de solitario en su voz solemne. Me dieron muchos abrazos.

    -Como que sacó usted de las notas más altas, me han dicho.

    -Eso es circunstancial. Lo importante era el aprobado, la delgada línea roja que separaba, bajo una raya de rotulador, el cielo de los aptos del infierno de los otros, de los desterrados del paraíso de la escuela judicial. Una chica rompió a llorar entonces. Y recordando ese llanto me venía ayer a la memoria otro, el de Polina. Polina Poliakova no llegó nunca a aprobar, pero tampoco a suspender, realmente.

         -No entiendo. O apruebas o suspendes. En esa lucha, como usted la llama, no hay limbo posible.  Y a todo esto, ¿quién es Polina?

         -Era.

         -¿Murió?

     -No, a Dios gracias, aunque quien deja de estar en nuestras vidas sí muere y nos hace morir un poco. Polina vive ahora lejos, en Varsovia, lo que no es nada extraño,  ¿verdad?, ya que es polaca. Como Chopin.



      -Me parece que no está recordando usted solo unas lágrimas.

         -Por supuesto. Los collares se forman con perlas, y nuestra historia grande se hace  siempre de pequeñas historias. Ya solo nos cambiamos postales navideñas. Polina no necesitaba aprobar, no precisaba ganar el cielo de los jueces, porque lo llevaba ya dentro, en sus ojos azules, en el candor rubio de su mirada limpia.

         -¿Se examinó también con usted?

         -No, qué va, ella era mucho más joven, fue alumna mía en la facultad... Pero demos un paseo, me estoy entumeciendo.

         Atravesamos la alameda en medio de las palomas, que se alejan lo mínimo para abrirnos el paso. Se apoya el solitario ligeramente en el báculo, pero camina firme, y más deprisa que yo. Después de un rato nos acercamos a la cafetería de una plaza, y el solitario se sienta. La camarera que llega con una libreta es también rubia y tiene acento extranjero.

         -Un te con limón, por favor.

         -Café solo para mí.

      Darina nos dice que es búlgara y lleva solo dos meses en España.

         -Ya lo ve, causalidades de la vida- me dice el solitario.

         -¿Casualidades?

         -Causalidades, he dicho. No me rectifique- saca el genio-. Hablábamos de Polina, y Darina se le parece. No es por azar que las cosas suceden.

         -No empiece con sus lucubraciones cuánticas, solitario.  

         Sin atenderme, frunce un momento los labios y el ceño,  como si recordara, pero sonríe a Darina cuando ella llega de vuelta con su te, y se distiende. La chica tiene las manos finas y alegría en el rostro. Devuelve la sonrisa y se va.

         -Hábleme más de su alumna polaca. ¿Por qué dice que no llegó a aprobar ni a suspender?

         -Durante mis clases se sentaba en un rincón lateral del aula, separada del resto, y me miraba con especial intensidad, siguiendo también los gestos  de mis manos. Yo llegué a hacerme ensoñaciones donjuanescas, lo admito, y ahuecaba  la voz como un pavo, así de ridículos nos ponemos a veces los docentes. Luego me di cuenta de que lo que le atraía no era yo sino mis lecciones. Mientras otros se dormían o se hacían los despiertos, que es otra variante de lo mismo, ella se embebía las explicaciones, parecía casi leer en mis labios como una sordomuda. Luego me explicó que era verdad, y que lo hacía porque no dominaba el idioma.

         -Y así llegó usted a tratarla.

         -Un día tomamos un café en el bar de la facultad, y algo más tarde me invitó a conocer su pequeño apartamento en la residencia de estudiantes.

         -Vaya, vaya.

         -No se dispare usted, joven. Eso ocurrió pocas veces, y sólo hablábamos, de derecho, y también de historia. Sus abuelos había muerto en la segunda guerra mundial. Me enseñó fotos. Ya sabe, Hitler invadió Polonia y ahí empezó todo. Luego acabó masacrando judíos.

         -Y suicidándose en el “búnker” junto a su esposa.

         -No creo que su muerte causara mucha pena. A lo que íbamos. Cuando Polina terminó la carrera, le busqué el mejor preparador. Quería ser juez. Tenía veinte años y grandes ilusiones. Como dijo el poeta Gil de Biedma: “Como todos los jóvenes yo vine/ a llevarme la vida por delante”.

       -“Dejar huella quería /y marcharme entre aplausos”- prosigo-.

         -Eso dice Gil. Pero Polina no era tan pretenciosa, solo tenía esa vocación de la justicia, de la toga y la balanza. Su vida era esforzada, apenas salía de la residencia para otra cosa que para cantar los temas al preparador, un adusto fiscal de la vieja escuela que cronometraba la exposición como un inquisidor.

         -Sólo que esta brujita era bella como una hurí, solitario. ¿A que sí?

        -Ciertamente. Pero eso no era importante, sino la belleza de su alma bonita. Sus únicas escapadas eran a dar paseos por el campo o la ciudad y alguna vez a ver las películas de la filmoteca. No tenía amigos, o me llamaba su único amigo, y decía que se sentía extraña al callejear, un ser distinto entre la multitud. Ni siquiera era una chica del programa Erasmus. Había llegado a España y a la facultad en un enredo de historias familiares y laborales que no viene al caso. La primera vez que se presentó a la oposición, dos años después, suspendió, y cuando me llamó por teléfono, aun en Madrid, lloraba. Estaba inconsolable. De haberla tenido delante la hubiera abrazado fuerte.

       -Ese es el llanto del que usted hablaba. ¿Y luego? ¿Sísifo volvió a subir la montaña?

         -Una vez. La segunda aprobó el primero de los ejercicios. Y la tercera parecía que iba a ser la definitiva. Pero entonces se volvió a Polonia.   En ese tiempo yo no vivía en la isla, estaba en comisión de servicio en Barcelona, y no me enteraba mucho de su vida.  Había irrumpido en ella Vasil, él sí era un alumno Erasmus. Y surgió el amor. Optaron por un camino juntos. Cuando volví a casa en verano estaban ya haciendo las maletas. Me lo presentó. También su abuelo había muerto en la guerra. Me pareció un buen muchacho. Era moreno y tenía el pelo rizado. Ahora son abogados de éxito en Varsovia, tienen hijos. Algunos años nos cambiamos postales navideñas que firman los dos juntos. Una vez les visité y me enseñaron toda la ciudad, incluso el parque de Chopin. El Lazienki Park. Por cierto que Hitler destruyó la escultura. Para ellos era un músico decadente, y su música estaba prohibida. ¿Se puede prohibir Chopin? -Bueno, Fidel Castro proscribió el saxofón.

-Otro igual... 

    


         Darina vuelve y se lleva las tazas vacías y el solitario se queda viéndola marchar. Está callado.

         -¿En qué piensa, solitario?

         -En mis cosas. Aún doy algunas clases como emérito. Y cuando paso por la puerta del apartamento que ella tuvo, el número treinta y tres, siento un regusto amargo.

         -La echa en falta.

      -Más bien me echo de menos a mí mismo, a aquella época en que volaba el dulce pájaro de la juventud. Pero ya sabe como fatalmente acaba el poema de Gil de Biedma.

        -Si. “Envejecer, morir, es el único argumento de la obra”.

         -Pues ya lo ha dicho usted.

       Nos alcanza el mismo perro de antes y ahora mueve el rabo zalamero. El solitario le acaricia la cabeza y le da otra galleta. Luego tose y se abrocha la chaqueta. 

        -Se está levantando algo de frío-dice.