Rescatando la memoria. Arucas 2017.- Libro colectivo.- Consejo de Paz y de Guerra.-
Me animé a presentar un texto literario basado libremente en los sucesos del Consejo de guerra que sufrió el ajedrecista y poeta Pedro Lezcano Montalvo en los años 60, junto al joven periodista Salvador Sagaseta.
El texto ha sido incluido en el libro colectivo "Rescatando la memoria" que edita la Biblioteca Municipal de Arucas. Lo incluyo aquí, una vez producida la presentación del libro ayer tarde...
CONSEJO DE PAZ Y DE GUERRA.-
RICARDO MOYANO GARCIA
"Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios;
una de las dos Españas ha de helarte el corazón"
había escrito Antonio Machado muchos años antes, cuando la guerra civil. Pero esa guerra, las dos Españas, en los años sesenta, la época del desarrollismo y el "baby boom", parecía ya enterrada aunque en Madrid siguiera mandando el ya anciano general Franco. Parecía. Pero no era totalmente cierto.
En Las Palmas, el poeta Pedro Lezcano se ganaba la vida con su modesta imprenta (imprimía de todo, hasta recordatorios de comunión) y se dedicaba apaciblemente a sus partidas de ajedrez, a sus aficiones de pesca y buceo, a la búsqueda de setas en el campo... Tenía un sentimiento ecologista, pacifista, ácrata, y desde ese sentimiento universal había escrito años atrás un libro de poemas de reducida divulgación, "Consejo de paz", editado en 1965 tras obtener un premio en el Gabinete Literario.
El poema que daba título al libro decía así:
"Muchachos que soñáis con las proezas
y las glorias marciales,
bajaos del corcel, tirad la espada,
los héroes ya no existen o están en cualquier parte.
Llegará la hora cero de ser héroes
cualquier día, cruzando cualquier calle".
..."Muchachos soñadores,
bajaos del corcel, tirad el sable
cuando las botas pisen los olivos
y su símbolo aplasten,
coged su savia espesa, echadla al mar,
y veréis como aplaca tempestades".
Era un poema ciertamente antimilitarista, si bien no se dirigía específicamente contra el régimen de Franco. Lezcano explicaría después, ante la polvareda suscitada, que en su mente estaba el peligro de una guerra nuclear, pocos años después de la crisis de los misiles de Cuba entre Estados Unidos y la U.R.S.S., y que no era un ataque al ejército de un país como España que no participaba en ninguna guerra. Quizá era una verdad a medias, un argumento defensivo, pero es cierto que siendo Lezcano de izquierdas, sí, no era partidista. Los poetas grancanarios, los Millares, Santana, Lezcano... se habían levantado años atrás contra la ejecución del Corredera, y él había compuesto como un romance de ciego el "Poema del Corredera" que sólo vería la luz tras la muerte del general. Pero no quería compromisos con el partido comunista ni con la Canarias Libre de Fernando Sagaseta, la organización que inventó la bandera canaria tricolor, y había costado la cárcel a éste. Lezcano era un intelectual amante de las tertulias de la casa de Pino Ojeda, la gran poeta de Teror, o las que celebraba en la trastienda de su propia imprenta. No un activista.
Pero no todos pensaban igual. Y el ardor de la juventud bullía en la sangre de un joven de las Juventudes Comunistas, aún menor de edad, el periodista de 17 años Salvador Sagaseta, sobrino de Fernando Sagaseta, el líder de Canarias Libre. Salvador llevaba un suplemento juvenil en el vespertino local, el Diario de Las Palmas, y allí, en 1966, junto a unos comentarios sobre el cantante protesta francés Antoine, introdujo fragmentos del poema de Lezcano, sin consultar con éste. Pronto ardería Troya. Algunos militares que no habían dado por acabada la guerra civil no leían libros de poemas del Gabinete Literario, pero sí hojeaban la prensa a la hora del vermut. Al ex alférez provisional Gil Palenzuela también se le encendió la sangre al leer el "Consejo de Paz" de Lezcano, y mandó una misiva al periódico: "Consejo de guerra": "Al muchacho se le quiere negar el ser hombre, para convertirle en un ye-ye, en un verdadero crimen de lesa juventud". Los alféreces provisionales retirados, y no sólo los melenudos cantautores franceses, también sabían protestar. Y el título de la carta no ocultaba en absoluto las intenciones del autor de la queja: apuntaba a la acción de la expeditiva justicia militar. Es comprensible que un poema antimilitarista como el de Lezcano no le gustara en absoluto, pero la reacción era desproporcionada.
Y no fue la única. Otros militares de muchas estrellas y sables en las hombreras leyeron la carta de Gil, rechazaron el poema en enérgicas soflamas homófobas incluso ("a despecho de los invertidos, la heroicidad es consecuencia obligada de la generosidad y hombría de todas las jóvenes generaciones" pronunció un general en su discurso) y la gresca prendió en una hoguera que pilló en medio al ingenuo periodista, y sobre todo al pacífico poeta, envuelto sin querer en una polémica política por un mero ejercicio de libertad artística.
El Castillo de Mata, en lo alto de la calle Bravo Murillo de la capital, fue el escenario mudo del primer e inevitable Consejo de guerra...contra el "Consejo de paz". La prosa árida del fiscal castrense poco tenía que ver con metáforas de agua y corceles al viento. Ahí las espadas permanecían enhiestas. Años atrás, muchos de esos informes de la acusación concluían con peticiones de muerte, con fusilamientos al amanecer contra las tapias de un castillo cuartel como ese mismo. Pero esta vez sólo se encausó al periodista y el redactor-jefe del periódico, y nadie quería ir demasiado lejos en esa década del desarrollismo sesentero, en que los palmerales del sur de la isla se estaban llenando de complejos turísticos, las primeras suecas e inglesas se dejaban ver por Catalina Park, y el dinero fluía en Canarias por primera vez después de décadas de supervivencia a base de plátano y gofio. Por eso el tribunal militar sentenció la absolución. Un joven letrado, Lorenzo Olarte Cullen, había defendido el caso más difícil, el del joven Salvador Sagaseta, cuyo apellido malsonaba en los oídos militares -hacía poco que su tío Fernando había regresado de prisión convertido en un comunista convencido, y nadie descartaba su vuelta a presidio; Cubillo había llenado de estrellas verdes la bandera tricolor y algunos jóvenes pedían un cubata de Canarias libre y cantaban "Mamá, mamá, bandera tricolor..."-.
Quizá por eso no todos eran partidarios de dar carpetazo al asunto. Y tampoco el que mandaba por encima de todos. En la capitanía general ocupaba el puesto un feroz militar de la línea dura, Héctor Vázquez, a quien Fernando Sagaseta tildó lisa y llanamente de “mala bestia”. Se contaban horrores de su mando durante la guerra civil. Y tiene entre sus manos la sentencia absolutoria, debe confirmarla o discrepar, el apellido Sagaseta le quema, y el cuerpo le pide rechazar la sentencia, lo que sería un caso insólito, un desaire en toda regla al Tribunal militar. Pero la calle se lo pone fácil: unos estudiantes le han dado una brutal paliza al ex alférez Gil Palenzuela, y se han publicado cartas reconcorosas en la prensa, afrentosas para el Ejército que ha ganado una guerra, a cuenta de este caso. Vázquez acepta pues la absolución del redactor-jefe, convidado de piedra, pero ordena repetir el Consejo de Guerra contra el desvergonzado jovenzuelo Salvador Sagaseta, y añadir a la cuerda de encausados al poeta Pedro Lezcano.
Son tiempos de Marte. Las provocaciones de la izquierda radical no ha ayudado a la serenidad. Sin embargo, el instructor de la causa contra Pedro Lezcano, el comandante Ferrer, es un hombre recto que iniciará una amistad con el poeta de por vida a través de esta inconveniente relación de juez militar y procesado. El poeta razonará años después que este episodio le enseñó que en todas partes, en la izquierda y en el régimen, hay siempre hombres de paz y hombres de guerra, que la verdad nunca es unilateral y absoluta.
El hermano de Pedro, Ricardo Lezcano, intelectual afincado en Madrid, mueve los hilos, pero el segundo Consejo de guerra es irrevocable, y como el propio Ricardo dice, "se convocó no ya para juzgar, como el primero, sino para castigar". Cuando el fiscal militar acusa en el nuevo cónclave del Castillo de Mata todo el mundo ha de levantarse, incluso el abogado defensor. Es el protocolo. En cambio, cuando el defensor habla, todos permanecen sentados. La balanza de la justicia está sesgada. Y el Tribunal no quiere nuevos enfados del capitán general: si el fiscal pide un año para el periodista, la sentencia dirá ¡que sean dos!. Y si el fiscal pide tres meses para el poeta, la sentencia dirá: ¡que sean seis meses y un día!.
Sí, son tiempos de Marte. Pero Vázquez, en su despacho de capitán general, piensa que tal vez el poeta, que no es comunista, esté pagando culpas ajenas. Su obsesión es el apellido de los Sagaseta, el estigma maldito del nacionalista reconvertido entre rejas al comunismo. Además, le están llegando muchas peticiones de clemencia para Lezcano. De hecho, durante el Consejo de guerra, el vate dijo que el poema se había publicado sin su consentimiento, aunque lo hubiera dado, pues era un poema inocuo. ¿Dijo inocuo o inicuo? El general consulta el diccionario. Inocuo, inofensivo. Bien. Esta dispuesto a salvar a Lezcano... Solo a él.
La postura del militar, al joven periodista Salvador le refuerza en sus recelos, ya le olía a cuerno quemado la defensa de Lezcano, y la campaña externa por el indulto. Se siente abandonado por el intelectual, piensa que éste ha buscado una salida personal, o por decirlo más a la llana, el joven no se anda con eufemismos, que "quiere salvar su culo". Su tío Fernando está en la misma línea, y va a ver por la tarde a Lezcano al Náutico, donde el poeta espera la salida de la piscina de su hija, que practica natación. De hecho, mientras su sobrino purga ya en prisión provisional, el poeta está libre por las calles. Las dos familias están unidas en realidad, no sólo por la visión antifranquista, sino por razones sentimentales: el ajedrez que practican Fernando Sagaseta y Pedro Lezcano desde los años 40, e incluso la relación de noviazgo entre la hija de Pedro, May, a quien un cáncer terrible arrebatará joven, y el hijo de Fernando. Pero ese día, en el bar del Náutico, saltan chispas:
-¡Pedro, te exijo que renuncies al indulto, que le digas al capitán por escrito que se lo meta donde le quepa!.
Pedro se altera.
-Esa no es una solución, Fernando, iremos los dos a la trena, tu sobrino y yo. ¿Te gustaría eso?
-¡Qué miedo me da a mí la prisión! Pero si acabo de salir de ella. Si te hubieras pasado tres años entre rejas en Burgos, como yo... Además, mi sobrino ya está en prisión provisional, y tú estás aquí tranquilo esperando por tu hija.
-Cálmate, Fernando, que se te hinchan las venas, y te va a dar un infarto. Las gestiones deben hacerse para que nos den el indulto a los dos, o a ninguno. Y así se lo he escrito ayer a mi hermano Ricardo. A los dos, o a ninguno.
Fernando no atendía razones. Cuando se alteraba se cegaba. Se marchó haciendo aspavientos. Uno y otro se habían mandado mutuamente a freír espárragos. Lezcano, más sensible, se quedó mal para toda la tarde. Romperían relaciones por un tiempo, y Fernando -y menos su sobrino- nunca perdonarían del todo a Lezcano.
Las cosas no se arreglaron: pese a los esfuerzos, el capitán general insistió en pedir un indulto sólo para el poeta, y así lo ratificó el Consejo de Ministros, reduciendo la pena del poeta a breve arresto domiciliario. Cuando se vio libre, Pedro Lezcano cogió a su familia y se marchó a Lanzarote, a bucear, a respirar, a olvidarse de la locura de las dos Españas en el mar de Arrieta, en los giros de los peces tropicales que le miraban burlones... Pedro les miraba con sus gafas adaptadas para miopes, sin entender tampoco; estaba muy afectado por todo lo ocurrido, por los efectos de un poema, y por la prisión de quien no era, como él decía, "sino un muchacho".
Salvador Sagaseta permaneció dos años en prisión, casi todo el tiempo en severo régimen en presidios peninsulares. Pero cuando fue liberado, le aguardaba además la entrada en un batallón disciplinario en el Sáhara, por su edad militar y su insubordinación en prisión. Esa era la gota que colmó el vaso. Y el partido comunista montó todo un dispositivo para ocultar al joven en la isla y lograr su salida al extranjero, oculto. En ese dispositivo, colaboró plenamente Pedro Lezcano, asumiendo graves riesgos, ocultando a Salvador en un apartamento de alquiler, hasta que pudieran sacarlo del país.
Pero la huida no fue fácil. Un cónclave de la izquierda en los bares de San Felipe, donde comieron pescado, bebieron vino y planearon detalles de la escapada, acabó mal con un accidente de tráfico y Pedro Lezcano malherido en el hospital. El accidente destapó la reunión de izquierdistas, y la guardia civil empezó a registrar los domicilios. El escondite no era seguro, y hubo que precipitar la salida de Salvador. Se contactó con un mercante soviético, atracado en el Puerto de la Luz. Pero el capitán ruso se negó en redondo a aceptar al prófugo:
-La revolución se hace en Canarias, no en la Unión Soviética. Allí ya está hecha.
Al final se compraron los favores de un carguero japonés, el Haruna-Maru II, cuyos marineros no sabían nada de su presencia; sólo el capitán. El polizón emergió de una bodega enclaustrada y de olores pestilentes cuando el barco alcanzó las costas argelinas. Nadie en la marinería entendía una palabra de su idioma a bordo, pero Salvador Sagaseta no dejaba de gritar "¡Libre, libre!". Los marineros pensaban que era un ladrón, y Salvador tuvo que inventarse excusas creíbles: que era un periodista inglés en busca de libertad, y que huía porque había dejado embarazada a una mujer en tierra.
Tardaría aún diez años en poder regresar a España: con la ley de amnistía de 1977. A su vuelta volvió a ejercer el periodismo en el Diario de Las Palmas (pudo haber dicho, como Fray Luis de León, "Decíamos ayer...") e inició una brillante carrera periodística, truncada por desgracia, ya que murió joven, como su tío Fernando.
Lezcano, a raíz de estos hechos, quedó muy afectado. Apenas volvió a publicar durante la dictadura libros de poemas, y radicalizó su postura antifranquista. Fue ya en la transición cuando se convirtió en un poeta popular colaborando con Mestisay, redactando poemas populistas y nacionalistas como "La maleta" (a raíz de la entrada de España en la O.T.A.N.). Incluso se incorporó al fin a la vida política donde llegó a ser presidente del Cabildo. Pero nunca dejó de cantar a la paz y a la ética:
"Lo que da razón a la boca es la palabra.
Sin ella, la mía es
mortal herida en la cara.
Por eso canta mi boca la paz, ¡y vuelve a cantarla!"
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Hoy el Castillo de Mata es un museo civil y, con los ojos de ahora, nos parece todo un episodio sepia de hemeroteca, de cuando la dictadura de plomo, un incidente algo bufo donde afortunadamente no corrió la sangre homicida, aunque sí crueles y absurdas represalias de un sistema opresivo contra el sacrificado oficio de periodista y escritor... También podemos verlo como el coletazo tardío de antiguos rencores, de cuando se levantaron en el 36 hermano contra hermano. Algunos sectores de la izquierda calentaron el tema y perjudicaron también a los afectados, un poeta de la paz y el joven muchacho que se iniciaba en la prensa local sin darse cuenta de que se enfrentaba a un poderoso sistema represivo, todavía en pié.
Pero si le quitáramos importancia a estos sucesos del ayer cometeríamos un error. El pasado siempre contiene lecciones vivas, muy vivas, para el presente y el futuro.
"Españolitos que vienes al mundo..."