Celia Sainz de Robles Santa Cecilia (4/9/1953-24/12/2021), "in memoriam"
Ricardo Moyano, enero 2022
Celia Sainz de Robles en 2019 |
El día 24 de diciembre celebramos tradicionalmente el nacimiento de Cristo, del Jesús niño, y bautizamos esa noche como la Noche buena. Pero ningún día, ni siquiera ese de natividad, dejan de alcanzarnos las malas noticias y la parca. Porque tampoco entonces la muerte descansa. Y ese fue el día, el 24 de diciembre de 2021, en que falleció mi gran amiga Celia.
La muerte de un familiar o un amigo estrecho, y aún más cuando llega inesperada, siempre nos devuelve cruelmente a la realidad del dolor y de la fugacidad de la vida, a los pasos de barro con los que vamos moviéndonos en nuestro mundo incierto y perecedero. Pero más allá de esa evidencia, se interrumpe de golpe el diálogo, los momentos gozosos en que hemos compartido sucesos, conversaciones, encuentros. Ni siquiera podemos ya acudir al recurso del teléfono o los mensajes que mitigan en el mundo moderno la distancia: no hay ya número que marcar, o desde el que nos puedan responder. Desconcertados, apenas podemos hacer otra cosa que dirigirnos a nosotros mismos en bucle para llorar, apelar a los recuerdos que son la huella del amigo perdido, o elaborar un memorial, como éste, que sirva a la vez de lágrima y de mínimo homenaje a quien del que a veces, como en mi caso, no nos pudimos siquiera despedir. Un texto que, ciertamente, en realidad hubiera deseado no tener que escribir nunca.
Celia Sáinz de Robles Santa Cecilia era en el momento de dejarnos, demasiado pronto, con sesenta y ocho años recién cumplidos y en plenas facultades, magistrada de lo penal en ejercicio en Madrid y profesora titular excedente en la misma rama del derecho. Pero cuando yo la conocí cuarenta y cuatro años atrás, en el otoño de 1977, era una joven licenciada llena de ilusiones que realizaba su tesis doctoral en el departamento de derecho penal de la Universidad de Valladolid. Yo, con veinte años y tres menos que ella, me había trasladado desde la Universidad canaria de La Laguna a la castellana, para terminar la carrera, siguiendo la estela del egregio catedrático de penal D. Ángel Torío, que me había dado clases de altísimo nivel en Tenerife antes de marchar trasladado a su ciudad natal. D. Ángel me ofreció seguirle a Valladolid y quedarme en el departamento de penal cuando concluyera la carrera, realizando bajo su dirección una tesis, es decir, hacer lo mismo que Celia, a la que me presentó en esos días, y que me brindó inmediatamente su cordialidad, su apoyo y afecto. Pero la propuesta del catedrático era de futuro. Me faltaban dos cursos de la licenciatura. El profesor Torío me sugirió que de momento aprovechara las instalaciones de su departamento para estudiar, e irme familiarizando con el ambiente del área. Así que yo iba muchas tardes a su sala de lectura, a repasar mis asignaturas, pero realmente era Celia la única profesora con la que solía coincidir, pues los demás solían trabajar fuera, al menos por las tardes. Ella en cambio, siempre esforzada, se pasaba a menudo algunas horas a lidiar con su tesis y consultar los libros jurídicos nacionales y extranjeros de la biblioteca. Eso nos unió. Celia tenía su mesa, eso sí, más allá de la sala general, en los reservados de los profesores, separados y ocultos a la vista del público por el robusto armario de la biblioteca. Pero el departamento era pequeño y familiar, y ella siempre me distinguía al llegar con su saludo animoso y sonriente, no desde luego por la expectativa dudosa de que algún día fuera compañero suyo en el departamento, sino altruistamente, visiblemente apiadada por el desvalimiento que veía en aquel estudiante canario solitario y perdido en la profunda Castilla. Conforme avanzaba la tarde, cuando ya fui cogiendo confianza y me sentía cansado de estudiar, me atrevía a acercarme a su reservado a devolver el saludo. Ella me atendía entonces con paciente jovialidad -nunca recuerdo que tuviera el típico mal día, y si lo tuvo lo ocultaba-, y manteníamos un rato de buena charla que a veces se prolongaba en algún café en la propia Facultad o en el bar Cachito que estaba situado justo enfrente de la salida lateral.
(Nota: Cuando hace unos años, en 2013, me animé en unión de mi esposa y mi hijo a hacer el recorrido por mi antigua Facultad, le mandé una foto mía delante del bar, y Celia respondió por correo electrónico con mucho humor: "Buena foto, pero la verdad es que tú te conservas mucho mejor que el Cachito")
Trabamos Celia y yo pues, andando los meses, una amistad afectuosa que era mutuamente respetuosa, y por mi parte también admirativa -lo fue siempre- no ya porque se tratara de una relación de profesora y alumno, sino sobre todo porque la joven que había conocido era una persona humanamente excepcional. De aguda inteligencia y gran equilibrio emocional, hablaba con reposo e irradiaba una empatía natural que fluía de su sensibilidad, sencillez y bondad. Pero también de su exquisita educación: Supe pronto por el profesor Torío que pertenecía a una familia distinguida de relevancia intelectual y social, que su abuelo Federico Carlos era escritor y cronista de Madrid, con una producción literaria extensísima; que su padre de igual nombre, aunque también cultivaba la literatura, había sido magistrado en Valladolid, pero ahora lo era del Tribunal supremo, que luego llegó a presidir. Sin embargo, la joven docente nunca hablaba de eso. No existía en ella asomo de encumbramiento o altanería, ni eran desde luego los valores éticos que le habían inculcado sus mayores, sino los de la dignidad, la libertad y el humanismo, los únicos en los que ella creyó y practicó siempre.
Con tales mimbres y su peculiar sonrisa, Celia era, obviamente, muy querida por todos: alumnos, los jóvenes profesores de la facultad con los que se relacionaba, y por supuesto también los catedráticos y el propio Torío, amigo de su padre, al que ella distinguió siempre como "su maestro" profesional y humano.
Por abreviar, en esos dos años largos que pasé en Valladolid, la calefacción nos protegió sin duda a todos en el departamento penal del criminal invierno castellano. Pero lo que yo más sentí y agradecí siempre fue el cálido apoyo moral que encontré día a día en Celia.
Nuestra relación, en ese tiempo, no fue más allá. No teníamos el mismo círculo de amigos, que en mi caso se reducía a algún compañero de curso o de residencia, o a los del club de ajedrez por el que me dejaba caer, ni nos tratábamos fuera de la universidad. Eso sí, dado que mi colegio mayor estaba en la misma ruta de su domicilio en la plaza del Poniente, a veces, cuando nos íbamos a la misma hora, la acompañaba hasta allí al salir de la facultad. Era en realidad la casa de sus padres, pero ellos ya no estaban. Acabada la etapa de D. Federico Carlos Sáinz de Robles en Valladolid, el matrimonio vivía ya en Madrid, pero Celia permanecía en la vivienda vallisoletana para doctorarse, en unión, creo, que de alguno de sus cuatro hermanos. De forma esporádica, sobre todo en los inviernos, también tomábamos algún vino por los alrededores de su casa, en la llamada "zona húmeda" de Valladolid, que era el dominio de los estudiantes. Y eso era todo. Los fines de semana nunca coincidíamos, y además muchas veces ella se iba a Madrid a ver a su familia. Asi que para mi era una relación ambivalente, profesora y amiga a la vez. Pero ella me dijo tiempo después que prefería que la recordara de esa etapa más como la joven compañera con la que charlé tantos ratos y tomé cafes y vinos universitarios, que como una profesora. Era lo justo, y asi lo hice. Porque ella nunca se identificaba con esa figura lejana y seria que un estudiante tiene a veces de un profesor, y que nunca lo fue para mi ni creo que para nadie.
Su familia no era ajena por cierto a nuestras charlas, aunque ella por su modo de ser nunca se diera tono de apellido ni abriera ese tema. Era yo el que sentía curiosidad y le preguntaba detalles. Me atraía la figura del juez que encarnaba su padre, pero por mis aficiones literarias me sentía sobre todo inclinado a conocer la obra de su abuelo, entre otras muchas cosas biógrafo y especialista en mi paisano el canario-madrileño Benito Pérez Galdós. E indagando en esa obra una vez me sorprendió saber que mucho antes, en 1957, su abuelo había publicado un pequeño libro de poemas, "Poemillas a Celina", de absoluto amor a su entonces nietecilla de cuatro años, cuyas gracias versificaba: "¿Qué me pides, Celina? ¿Me traes la luna, abuelo?", decía por ejemplo en uno de los poemas. Le pregunté a Celia si los poemas iban dedicados a ella, y sonrió con cierto pudor. Y es que aunque la niña, evidentemente, se había convertido veinte años después en una atractiva joven de gran madurez ya incorporada al mundo docente, seguía teniendo algo del candor tímido de la infancia. Pero por supuesto si estaba muy orgullosa de que su abuelo le hubiera dedicado no un poema sino "todo un libro", como ella me dijo.
Su personalidad se adornaba también, entre otras cualidades, y como ya anticipé, de un excelente sentido de humor: me decía por ejemplo que odiaba el frío de la España interior, y que ella debería hibernar como los osos y despertar en primavera: “Té envidio el clima canario, Ricardo, me siento "africana" en ese y otros muchos aspectos de mi vida". De hecho amaba las ciudades con mar, le encantaba Barcelona y siempre se referia a ella como una mujer del sur y meridional. También aludía con gracia a su tesis, que versaba sobre los delitos de los funcionarios: "¿Vaya tema, eh? Ya ves, yo siempre investigando a esos oscuros seres que están todo el día maquinando corrupciones, y ya me tienen un poco harta...".
Por terminar de hablar de su familia, me contaba también su afecto por su abuela y su madre, la educación en la igualdad de la mujer en la que había sido formada desde niña, que su abuelo era una persona de gran energía vital, y que su padre se reía del esfuerzo exagerado que suponían las oposiciones a judicatura, de las que había hecho dos -la segunda la especialidad administrativa-: "Él siempre dice que hay que ser muy bruto para hacer esa oposición, y aún más para hacer las dos". Yo le confesaba mi fascinación romántica por la función judicial, pero que en efecto veía demasiado difícil y sacrificado el acceso, más para alguien como yo en cuya familia no había juristas.
Celia en sus años de estudiante, foto cedida por su hermana Inmaculada Saínz de Robles. |
Esa etapa feliz de estudiante terminó pronto para mí, y mientras Celia se doctoraba cum laude yo hacía la mili en Melilla. Al licenciarme en 1981 todo estaba dispuesto para habernos convertido al fin en compañeros del departamento penal en aquellos modestos pero privilegiados reservados del profesorado. Sin embargo, no terminé de ver claro mi futuro en una Universidad tan lejos de mis islas, mi madre me echaba mucho de menos, y dando un giro a mi vida opté por imitar no a Celia sino a su padre, apuntarme a bruto e intentar las extenuantes oposiciones a juez, para quedarme en Canarias. Por supuesto fui a Valladolid para contar mi intención a D. Ángel y a Celia, y ambos no sólo la entendieron, sino que la apoyaron: "Se pierde un buen profesor, pero se gana un juez, y hacen falta buenos jueces en España, porque los hay muy malos, y es mejor que lo sea alguien como usted para evitar que lo sean esos otros" me dijo don Ángel con su habitual gracejo, a veces irónico e incluso cáustico. Y a Celia, como hija de juez, le resultaba por supuesto atrayente mi elección. Huelga decir que me despedí de ellos con mucha pena. A Celia, en la puerta de Cachito, tras compartir un último rato y una coca cola -ese día ella queria seguir estudiando algunas horas más-, le regalé un libro en cuya dedicatoria le mostraba todo mi agradecimiento. Eran unos cuentos de Ramón J. Sender, "Novelas ejemplares de Cibola", mi escritor favorito de entonces. Décadas después ella me comentaría que ese modesto regalo seguía siendo uno de sus preferidos.
A partir de ahí mantuvimos un contacto esporádico, aunque siempre cariñoso, por cartas, postales o llamadas telefónicas. Ella ya había conseguido la plaza de profesora titular en la Facultad y nuestros caminos parecían a esas alturas muy separados geográfica y profesionalmente. El profesor Torio sí visitaba a menudo Canarias, donde su hija Almudena era fiscal, y compartía encuentros conmigo y con otros ex alumnos. Yo le daba por supuesto recuerdos para su adjunta Celia, y él me decía que ella estaba bien, perfectamente integrada en su departamento, y que iba desarrollando su labor científica con distintas publicaciones especializadas camino de la cátedra. Yo le hablaba de mi idea de visitarles en Valladolid, pero lo iba posponiendo... No obstante, finalmente pude acercarme hasta allí, y Celia organizó una cena especial en un restaurante con los profesores jóvenes que yo había conocido, los ya catedráticos Alejandro Menéndez de derecho financiero y Ángel Sanz de penal -Ángel en particular ha sido toda la vida un gran amigo de Celia-, así como el propio Ángel Torío. Fue una bonita noche. Pese a todo, el contacto con Celia parecía llamado a casi extinguirse por la lejanía y las circunstancias.
Sin embargo, años más tarde hubo un nuevo e inesperado cambio de guión que nos acercó. Una última carta mía había quedado sin respuesta muchos meses. Pero finalmente me respondió desde su nuevo domicilio, una vivienda que habia comprado en la calle Perú. Sin embaego, me explicaba, eran fines de 1998, jubilado ya don Ángel Torío, que por problemas en el departamento habia optado por pedir la excedencia en la universidad. Me contó que había decidido cambiar de trabajo, y que probablemente dejara Valladolid también, pues sólo le retenía allí lo profesional, y estaba organizando lo que iba a ser su vida en adelante, que aún no tenía del todo clara. Como posteriormente no lograba localizarla, y habian pasado algunos años, llamé por teléfono a sus padres a Madrid, y su madre Celia me contestó con mucho cariño que había novedades, pues su hija se había incorporado a la carrera judicial y estaba destinada en Mérida en un juzgado penal. Me dio su teléfono y volvimos a recuperar el contacto. Luego ella se radicó en Madrid capital tras un paso por Getafe, pues en Madrid vivía casi toda su familia -su padre fallecería en 2005 y su madre tiempo después-. Con esa decisión de Celia, la vida nos brindó durante veinte años una segunda etapa de mayor relación, compañeros ahora si no en el cuerpo docente, como habíamos previsto, sí en el judicial. Era curioso que los dos hubiéramos empezado con vocación profesoral para acabar vistiendo la toga.
A partir de entonces nos vimos a menudo, generalmente con ocasión de mis cursos profesionales o viajes a la capital. Compartíamos almuerzos, cenas y paseos, y nos íbamos contando la vida en esa larga conversación única que fue en realidad nuestra amistad de casi medio siglo. Aunque ¡qué deprisa pasaba el tiempo!: En nuestras primeras charlas del departamento de Valladolid estábamos los dos en los emocionantes veinte años, como ella describía la juventud, y en las últimas en los sesenta, acercándonos a nuestra propia jubilación. Pero, con una u otra edad, Celia por supuesto mantenía su permanente distinción y saber estar, y también la ilusión por su trabajo -ahora judicial- y por la vida en general. Una vez por cierto me recordó que tenía pendiente hablar conmigo con detalle de los cuentos de Cibola, que le había regalado décadas atrás y que le habían encantado; nunca encontramos el instante. En otras ocasiones, conocedora de mi afición por el rock and roll, me dijo que en el futuro se uniría a algún concierto de música al que fuera con mis amigos madrileños. Y es que, aunque tampoco ese propósito pudiéramos concretarlo, Celia era una mujer a la que le gustaba lo que a cualquier otra, bailar, oír música, tomar el sol, viajar... Al parecer era bastante melómana y conocedora de la música clásica como su padre.
Un momento especial en estos años fue la invitación que pude cursar a Celia y a don Ángel Torío y su esposa Adela para que intervinieran en un curso jurídico sobre derecho sanitario que organicé en Las Palmas en 2008. Celia aprovechó por cierto la estancia para visitar la casa Galdós. No tuvo tiempo en cambio de saltar a la isla canaria de su devoción, Lanzarote, que había visitado con sus padres si no recuerdo mal, y le había impactado. Hablábamos de que yo la invitaría a algún otro curso o congreso, y que entonces sí realizaría esa escapada. También esa idea se nos quedó en el tintero.
Continuamos viéndonos todos esos años en Madrid, en fin. Celia, que tenía un pensamiento profundamente liberal, sentía miedo por la pérdida de independencia del poder judicial y por el alza reciente de ideologías radicales, que como ella enfatizaba, "no son cosas de cuatro locos, tienen mucho constructo detrás". Y es que si algo molestaba a Celia era lo irracional, pero quizá todavía más la razón extraviada. Esa decidida independencia la mantuvo alejada siempre de las asociaciones judiciales, pese a mis esfuerzos porque se incorporara a la mía. Los primeros años intenté vencer su resistencia, pero luego, por supuesto, comprendí y asumí su decisión, que ella basaba en su insobornable abrazo a la figura del juez alejado de contaminación política, como había hecho su padre. Yo temí que quizá mi unión a una asociación le defraudara, que me alejara algo de su ideal. Pero nunca tuve esa impresión. Y si fue así, sin duda me lo perdonaba con su tolerante generosidad. Desde esa perspectiva consoladora del ser menesteroso que, delincuente o no, es el hombre en el mundo, de acuerdo con las doctrinas penales humanistas tan queridas por el profesor Torío, y que ella compartía (Léase el anexo en las propias palabras de Celia). No obstante, me hablaba con gran fervor de Patricia Santamaría, que era su amiga y compañera en mi asociación, Francisco de Vitoria, la cual instauró el premio a la independencia judicial con el nombre de su padre, y me consta que ella acudió a entregar el primer premio en un acto al que lamentablemente no pude acudir. Así que incluso esta relación asociativa, indirectamente, nos unió.
Pero volviendo a Celia, en el juzgado de lo penal en que ahora ejercía se entregaba totalmente al trabajo, a pesar de que soportaba una abrumadora carga, y eso me hizo temer en ocasiones por su salud. Le dije una vez que tal vez viviría mejor en la provincia. Y en efecto, ella no descartaba regresar a Valladolid a medio plazo, e incluso dar algunas clases de derecho penal, pues mantenía el gusanillo docente. Sin embargo, permanecía soltera, y una vez fallecidos sus padres, sentía un gran apego al resto de su familia, que estaba toda en Madrid: sus hermanos, de los que pronto le faltaron dos por desgracia, y sus sobrinos, los hijos de su hermano, que era el único que se había casado y tenido descendencia. De hecho en su última residencia vivía en el mismo edificio que su única hermana, Inmaculada. Estaban poniendo en orden el patrimonio familiar y una de las tareas pendientes que tenían era ordenar la gran biblioteca y los papeles de su abuelo y su padre. Me comentó que sin duda habría allí algún libro interesante para mí.
Así que Celia continuó siempre trabajando sin desmayo en el juzgado madrileño, y ganándose el mismo aprecio entre los compañeros que se había granjeado en la universidad. Una compañera de juzgado y común amiga, ya citada, Patricia Santamaría, la definió como "Una persona excepcional, buena, cariñosa y responsable, que por eso tenía tantos y tan grandes amigos". Yo, aunque de entre esos amigos sea el más modesto, no puedo sino ratificarlo.
Y ciertamente no fue Celia de las que faltara nunca a la amistad ni a los reencuentros en Madrid, a veces incluso forzando su agenda laboral tan apretada. Pese a que en esos años vivía lejos del centro, nos veíamos siempre, en restaurantes mejores o peores, pero también en improvisadas cafeterías de estación, o donde fuera. Invocábamos la "Arcadia feliz" de los tiempos de la transición, especialmente la labor de la UCD de Adolfo Suárez. Me preguntaba por mi familia, me decía que había que ser tolerante con los estudios de los hijos, pues siempre acaban encontrando su camino. No obstante, Celia cuidaba exquisitamente la privacy anglosajona, y no era muy dada a preguntar ni a hablar de la vida privada.
Ambos nos sentíamos en todo caso jóvenes, al menos de espíritu, y sin embargo, nos equivocamos en algo: no nos quedaba ya mucho tiempo para compartir. Empezaron de golpe los malos tiempos: En 2016 fallecía don Ángel Torío, lo que fue muy doloroso para todos y en particular por supuesto para Celia, que acudió a los funerales en Valladolid. Rememoramos su figura, los tiempos de facultad muy lejanos para mí pero no tanto para ella, y su enorme magisterio. Era nuestro común "maestro", y ahora lo era también, como ella escribió en la necrológica, incluso en el sentido evangélico del término. En 2017 le di un libro de ajedrez que yo habia escrito, y que se empeño en pagar. "Mira, yo soy de familia de escritores, y se que un escritor debe cobrar derechos de autor". Para mi sorpresa, aunque era un tema muy árido, se lo leyó e incluso lo comentamos. Realmente no se arredraba ante ningún libro y, de formación francesa, me consta su devoción por ejemplo por la obra de Marcel Proust.
Hablamos en ese tiempo de su segundo hermano fallecido de cáncer.
En primavera de 2018 nos vimos en persona en lo que ni nos pasó por la cabeza que sería la última vez, sin saber lo que se avecinaba, en un rápido almuerzo por Gregorio Marañón. En 2019 no pudimos encontrarnos pues yo no viajé ese año y además ella tuvo el exceso de trabajo derivado de la junta electoral y una reforma y mudanza a la antigua casa de sus padres. Me dijo en un mensaje navideño que había tenido un año extenuante, y los compañeros me confirmaron luego que por entonces la encontraban delgada y cansada. No obstante no habia perdido su buen humor y me mandó una foto hecha por su sobrino donde la caricaturizaba. Y así llegó marzo de 2020, en que teníamos pensado reencontrarnos una vez más en Madrid, cuando me comunicó por teléfono que esta vez no podría verme, porque la acababan de ingresar en el hospital, con una grave enfermedad de la sangre. Leucemia. Me quedé mudo, pero me tranquilizó a medias su voz animada y saber que los médicos eran optimistas. Parecía solo un breve aplazamiento del encuentro. Pero inmediatamente después se desató la pandemia de Covid, el confinamiento, y se suspendieron los viajes. Cruzábamos algunos "whatsap", pero poco más, como si los dos aguardáramos tiempos mejores incluso para hablar. Comentábamos en los mensajes la pesadilla de la pandemia, de las mascarillas... Pero ella tenía su propia lucha personal contra la enfermedad. Me dijo luego que había tenido dos meses malos con el tratamiento, pero que diciembre se había reincorporado al trabajo. Nos felicitamos año nuevo, sin imaginar que sería el último. Luego enfermó de nuevo. Se desplazaba en largos trayectos de metro, y fuera por eso y el frio, o por las celebraciones navideñas como ella creía, o tal vez por el insalubre juzgado, contrajo el temido virus. Lo pasó muy mal, hospitalizada, pero no quería dar detalles de esa experiencia que calificó de terrible. El verano la animó. Y en septiembre de 2021, aunque delicada, volvió una vez más al juzgado. Aunque estaba baja de defensas y no le convenía salir a sitios concurridos, teníamos pensado volver a vernos al fin en noviembre, tras tres años largos de pausa, y hace solo dos meses. Un súbito agravamiento de su salud, un efecto secundario de un tratamiento médico lo impidió, al menos desde este lado del mundo. El 24 de diciembre, día de la natividad del Cristo, un viento helado se la llevó...
Desde esta orilla del río, querida Celia, te mando el abrazo con el que siempre nos despedíamos y nuestro habitual "hasta pronto" convertido ahora en un infinito "hasta siempre".
Anexo:
Extracto del texto de Celia Sáinz de Robles al fallecimiento de D. Ángel Torío López en el Anuario de Derecho Penal (2016): " Por indicación del profesor Sanz Morán, condiscípulo en el Departamento de Derecho penal de la Facultad de Valladolid, añado... mi recuerdo de nuestro común maestro, de quien, cumplida ya su obra, debo decir que merece ese título en el sentido evangélico del mismo. Pues durante el tiempo de nuestra amistad académica, como solía llamar él a la relación con sus discípulos y alumnos generosamente (y también con el sentido del humor que hacía soportables los ratos ásperos y difíciles de la vida universitaria), no recibí de su magisterio ninguna mala noticia. Al contrario, aprendí del mismo que el Derecho, como nos fue mostrado en su enseñanza, es el reino de la libertad. Que, como se dice en el tratado de Mezger, no se ha hecho el hombre para la Ley, sino la Ley para el hombre. Como así lo podrán percibir también los lectores de sus múltiples trabajos... Trabajos... cuyo sentido es el de la lucha de la razón en favor de la libertad humana, que representan contribuciones de más profundo y amplio aliento, llamadas a perdurar, por trascender el cuestionario técnico que abordan y en la mayoría de las ocasiones, superan y agotan para abrir un horizonte nuevo, en el que asoma –siempre– una perspectiva consoladora. Precisamente por estar orientadas por el respeto a la dignidad del ser humano, esto es por hacer honor –sin ninguna inflexión, el lector lo notará– a la imagen del hombre como ser que, en el precepto kantiano, no debe ser contado entre el número de las cosas. CELIA SAINZ DE ROBLES SANTA CECILIA Profesora Titular de Derecho penal (excedente) de la Universidad de Valladolid".
D.E.P.