Diario del joven y el solitario 19. Song for a woman
Ricardo Moyano. Noviembre 2020.
El solitario me sorprendió esta
vez porque, contrariando su apodo, acudió a la nueva cita en el parque
acompañado de una dama. Creo que se divirtió con mi cara de circunstancias. Su
acompañante era una mujer de mediana edad, de aspecto distinguido, que me
saludó adelantando una mano muy tersa. Enseguida
el solitario me la presentó como a su amiga Elizabeth, pero no me pasó
desapercibido que, en cuanto nos sentamos los tres en torno al velador, pasaron
gran parte del te roibo que pedimos cogidos de las manos. Yo no había
visto al solitario en compañía de una mujer, realmente, porque para cuando le
conocí en las prácticas judiciales ya era viudo, y todas las historias que me
contaba eran de tiempos pasados y aparentemente finiquitados. Pero como decía
Arrabal, uno nunca sabe cuando sueñas tu vida o cuando tu vida irrumpe de
pronto en tu realidad. El lo dice de los poetas, pero dentro de todo ser humano
hay a fin de cuentas un poeta.
El solitario era viudo, sí,
aunque él no le gustaba ese “palabro”, como él decía, “de vínculo roto”;
consideraba, contra el decir de los curas, que la muerte no separaba, que desde
la dimensión cuántica en la que él creía, su esposa sigue estando a su lado. Una
vez me había dicho, en uno de nuestros encuentros, dando un fuerte golpe con el
bastón en el suelo: “Joven, yo podré
tener nueva compañía, si tengo suerte y ganas y fuerzas para ello; pero sólo
hubo y habrá una esposa en mi vida”.
Habíamos quedado allí, a la
sombra benéfica de un árbol, para que yo le comentara un caso a sentenciar que
me tenía en vilo. Al solitario no le gustaba el teléfono, y me propuso debatir
el tema cara a cara. Sólo que ahora yo tenía dos caras frente a mí, y quizá no
era procedente hablar de esas cosas delante de extraños: ese era el mudo
reproche que yo le hacía al solitario. En el caso que yo quería consultar al
solitario, la justicia de ley estaba enfrentada la justicia material. Se trataba de
expulsar del arriendo a un jubilado, un señor de ochenta años que había vivido
toda la vida en esa casa. Se había olvidado de pagar algunas rentas,
ciertamente, porque ya su mente volaba algunas veces y confundía mayo con
febrero... Quería yo la conseja del solitario. Pero el solitario, como ven,
vino de bares y amores. O eso pensaba yo. Sin embargo, acabado el roibo,
Elizabeth se levantó con ligereza, se ajustó la pamela que tocaba su cabeza, y
dijo que tenía que marcharse. Vestía un bonito vestido negro de encaje que
combinaba con un pañuelo de seda, blanco como su sombrero. Me pregunté si
también ella sería viuda.
-Me aguardan mis alumnos,
caballeros, y se que ustedes tienen mucho que hablar. En realidad sólo quería
saludarle, joven, porque el solitario me ha hablado mucho de usted, y hoy insistió.
Espero y deseo que volvamos a vernos, quizás en una cena que será grata.
Incliné la cabeza, mientras me
levantaba junto al solitario. El solitario la acompañó hasta el taxi, y aunque
disimulé la mirada, vi como se daban un beso suave en los labios. Luego regresó
contento, apenas apoyado en el bastón.
-Le debo una explicación. Ya se
que hemos venido a otra cuestión, pero a ella le sobraban unos minutos, y entendí
que era la ocasión.
-No es eso lo que me extraña,
sino que nunca me hubiera hablado de ella.
-¿Y qué había que hablar? Es solo
una amiga. Bueno, a Elizabeth la llevo tratando tiempo, desde antes de que el
virus apareció en nuestras vidas. Si no le he dicho nada es porque en realidad
no hay nada, o algo inasible, un romance incipiente que te seduce como un suave
perfume parisién. Como el Chanel que la envuelve
esta tarde. Ya me di cuenta de que no le resultó indiferente, amigo.
-¿El perfume?
-No me sea cretino.
-Una dama elegante, solitario,
ciertamente, pero en todo caso su amiga, como usted dice. Le respeto su derecho
de opción.
El solitario rio.
-¿Gasta usted novia, joven?
-Pues no. Solo gasto libros,
sentencias y problemas. Amigas tengo.
Pero no del tipo que parece ser su Elizabeth.
-Cuanto se confunde usted,
querido amigo. Y qué manía de encasillar las relaciones, los sentimientos. Pero
vayamos a lo nuestro. ¿qué es esa sentencia que le remuerde la conciencia?
Pidamos otro te, si le parece. ¡Camarero!. No se preocupe por su caso. A todos los jueces
del mundo la conciencia se les acaba durmiendo, porque si no serían ellos los que
no podrían dormir jamás. La conciencia,
el imperativo ético, se convierte con el tiempo en la mansa certidumbre de
haber sido honestos, nunca en la de haber acertado.
-Pues mire por donde ahora me
entran más ganas de saber de dónde surgió su atractiva sirena que de hablar de
mi caso. Dejemos eso para el final.
El solitario sonrió, soltó el
bastón sobre la silla que había dejado vacía su compañera, y abrió las manos,
resignado.
-Una noche, hará como un año, me
alojé en un hotel de fin de semana junto a algunos amigos. Íbamos a echar unas
partidas de ajedrez y de dominó, y probar el buen spa de las instalaciones.
Pero todos están muy mayores, y tras la cena, entre el vino que habíamos bebido
y los efectos termales, se marcharon a dormir uno tras de otro. El último, que
intentaba mantener la bandera, bostezó mientras recogía los naipes. “No puedo,
solitario, lo siento, yo también me voy”. “Con lo que tú has sido, amigo” le reproché.
Así que, abandonado y triste, me eché a la calle, a tomarme la última. Era una
zona bastante desolada, y caminando a la ventura, apenas divisé un par de bares
abiertos. El más luminoso proclamaba en la puerta de neones: “Star bar, irish
pub”. Pero dentro únicamente había un camarero con cara de aburrido. Cuando me
vio aparecer, se le alegró el alma. Me sirvió un gin tonic muy rebajado. “¿No hay nadie por aquí,
muchacho?” “Ya lo ve usted. Ni los fantasmas”. “Bueno, alguien vendrá”. “Eso
dice mi jefe, un optimista nato. Pero el bar lleva varias semanas abierto, y no
entra casi nadie. Hoy es viernes, y me ha dicho que va a intentar venir después
con su novia y algunas amigas de ella. El dice que si hay mujeres en la
terraza, siempre es un reclamo. Un optimista, ya le digo”. “Es la tradición, entrada libre para las
chicas”, dije. “No se yo, ya tendría que haber llegado”.
El solitario calló, mientras
bebía el segundo te, y ante su silencio tuve que reaccionar.
-¿Y qué? ¿Adonde quiere llegar,
solitario?
-Le imaginaba a usted más lúcido,
joven. Obviamente, a que yo no tenía que acudir al reclamo de mujeres, porque
sencillamente había llegado antes que ellas, y las estaba esperando, o soñando,
para seguir con Arrabal. La verdad es que estaba a punto de marcharme cuando el
dueño del bar vino al fin acompañado de su novia, y con cuatro amigas tan
bulliciosas como animadoras de basket. Se sentaron en las mesas de la terraza,
y, créalo, como por ensalmo, el pub se llenó de gente. Quizá fuera casualidad, o
la hora feliz, no se. Lo cierto es que pedí otro gin.
-No me diga que acabó ligando con
algunas de esas amigas.
-No, con ellas no. Con la novia
del jefe. El dueño del bar se había marchado a la sazón. No me debería considerar
peligroso, supongo. En mi descargo diré que la relación entre ellos ya estaba
casi rota.
-Pues yo la hacía una viuda.
Aunque se nota que es mucho más joven que usted, eso sí.
-Ajusta su vestuario a las
ocasiones. No es viuda. Ni es tan joven. Ni es mi pareja. No quiere que la
atrape nadie. Ya le he dicho que somos amigos solamente.
-Ya, ya, algo incipiente como un
delicado perfume de París.
-O como el frágil vuelo de una
mariposa. El futuro dirá. Pero le contaré algo más. El dueño de ese bar merece toda
mi admiración. Ahora que la pandemia sigue, ahora que todos los bares están
cerrados, volví a quedar la semana pasada con mis amigos del dominó y el spa en
el mismo hotel. Y se fueron todos a dormir otra vez, y otra vez volví a
realizar mi paseo nocturno. Todo era desolación, tristeza. Pero había un solo
bar abierto, y estaba lleno de gente. ¿Cuál era? El “Sport bar, irish pub”,
desde luego. Lo malo es que esta vez no me atreví a entrar, no sea que mi
presencia no fuera bienvenida. Y mi ruta acabó sin una mala bebida que llevarme
al buche. El resto del paseo era un mar batiente y loco en una playa vacía, y
la luna en lo alto. Y allí me quedé.
-Le hacía a usted más valiente. En
el pecado lleva la penitencia, solitario.
-Pues mire, un día volveré allí,
pero será con ella. Pero ahora vayamos a su caso. He pensado en ese hombre. No
sabe usted si pronunciar el desahucio de un anciano valetudinario que sin duda ha
pasado media vida entre esas cuatro paredes que considera ya suyas, que tiene
un viejo gato que se enreda donde el anciano calienta sus pies en una alfombra.
La casa tiene recuerdos de mujeres, de tertulias, de tabaco, de amigos que ya han desaparecido de su vida.
Y ahora encima quieren echarle de la casa. No se si podría sobrevivir al
lanzamiento.
-Solitario, me está usted
deprimiendo.
-No es fácil ser juez, joven,
pero a un juzgador solo se le puede exigir honestidad, ya se lo dije; no
milagros. Mire, mi consejo es que bucee en los márgenes de la ley, y si no
encuentra solución dentro de ella, sólo después de eso, pronuncie el desahucio.
Y ahora debo irme, me está empezando a doler la ciática. Un día tiene que venir
por casa. Yo también tengo gato, por cierto, aunque por ahora estoy pagando la renta.
Pero no se marchó tan pronto, el
solitario. De pronto se le iluminaron las pupilas en la profunda cuenca de sus ojos.
-Sabe, la noche que conocí a
Elizabeth le pegamos duro en el bar. Dos de las amigas acabaron bailando juntas
encima de un taburete. El camarero pinchó Old man river, Danny boy, e incluso esa canción tan
machista que es el Hey Joe de Jimmy Hendrix. Pero en medio del arrebato, me dio por
pergueñar una supuesta letra de blues, a ver si algún día encuentro quien la
musique. Aquí la tengo.
El solitario sacó un arrugado papel de su bolsillo.
Me lo enseñó. No estaba mal. Tenía una mancha en una esquina. El solitario me
dijo que era de bourbon, y no de orines.
“Song for a woman”.
Es una noche mágica,
Y hay una chica de grandes
ojos negros
Mirando las estrellas.
En la ciudad abren bares
Donde los viejos negros tocan
a su manera.
Pero ella espera en la
estación del bus,
Y el bus no llega.
Pero ella sueña caer en el
amor,
Y el amor no llega.
Desde el otro lado de la
acera,
Un chico en una Harley le hace
una seña.
Viste chupa de cuero
Y botas camperas.
Quiere volar con ella hacia
secretos
De la carretera.
Pero ella sigue en la estación
del bus,
Y el bus no llega.
Pero ella sueña caer en el amor,
Y el amor no llega.
En el rincón perdido de la ciudad,
Los negros siguen tocando el
blues.
Aplaudí, y el solitario me dio un
abrazo.
Por si quieren saberlo, el
inquilino sigue viviendo allí. Y he
pensado que una de estas noches, ¿no les parece? yo también me dejaré caer por
el Sport bar Irish pub. Todavía allí no me conocen.
Un texto estupendo. Muy bien construido.Qué bella la reflexión sobre la conciencia de los jueces. Como licenciada en Derecho, nunca me tentó asumir tanta responsabilidad de esa que te quita el sueño. Buscaremos a alguna blueswoman que nos cante esa letra. Enhorabuena, Ricardo. Me ha encantado.
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