martes, 10 de noviembre de 2020

Diario del joven y el solitario 19. Song for a woman

 Diario del joven y el solitario 19. Song for a woman


Ricardo Moyano. Noviembre 2020.




El solitario me sorprendió esta vez porque, contrariando su apodo, acudió a la nueva cita en el parque acompañado de una dama. Creo que se divirtió con mi cara de circunstancias. Su acompañante era una mujer de mediana edad, de aspecto distinguido, que me saludó adelantando una mano muy tersa.  Enseguida el solitario me la presentó como a su amiga Elizabeth, pero no me pasó desapercibido que, en cuanto nos sentamos los tres en torno al velador, pasaron gran parte del te roibo que pedimos cogidos de las manos. Yo no había visto al solitario en compañía de una mujer, realmente, porque para cuando le conocí en las prácticas judiciales ya era viudo, y todas las historias que me contaba eran de tiempos pasados y aparentemente finiquitados. Pero como decía Arrabal, uno nunca sabe cuando sueñas tu vida o cuando tu vida irrumpe de pronto en tu realidad. El lo dice de los poetas, pero dentro de todo ser humano hay a fin de cuentas un poeta.

El solitario era viudo, sí, aunque él no le gustaba ese “palabro”, como él decía, “de vínculo roto”; consideraba, contra el decir de los curas, que la muerte no separaba, que desde la dimensión cuántica en la que él creía, su esposa sigue estando a su lado. Una vez me había dicho, en uno de nuestros encuentros, dando un fuerte golpe con el bastón en el suelo:  Joven, yo podré tener nueva compañía, si tengo suerte y ganas y fuerzas para ello; pero sólo hubo y habrá una esposa en mi vida”.

Habíamos quedado allí, a la sombra benéfica de un árbol, para que yo le comentara un caso a sentenciar que me tenía en vilo. Al solitario no le gustaba el teléfono, y me propuso debatir el tema cara a cara. Sólo que ahora yo tenía dos caras frente a mí, y quizá no era procedente hablar de esas cosas delante de extraños: ese era el mudo reproche que yo le hacía al solitario. En el caso que yo quería consultar al solitario, la justicia de ley estaba  enfrentada la justicia material. Se trataba de expulsar del arriendo a un jubilado, un señor de ochenta años que había vivido toda la vida en esa casa. Se había olvidado de pagar algunas rentas, ciertamente, porque ya su mente volaba algunas veces y confundía mayo con febrero... Quería yo la conseja del solitario. Pero el solitario, como ven, vino de bares y amores. O eso pensaba yo. Sin embargo, acabado el roibo, Elizabeth se levantó con ligereza, se ajustó la pamela que tocaba su cabeza, y dijo que tenía que marcharse. Vestía un bonito vestido negro de encaje que combinaba con un pañuelo de seda, blanco como su sombrero. Me pregunté si también ella sería viuda.

-Me aguardan mis alumnos, caballeros, y se que ustedes tienen mucho que hablar. En realidad sólo quería saludarle, joven, porque el solitario me ha hablado mucho de usted, y hoy insistió. Espero y deseo que volvamos a vernos, quizás en una cena que será grata.

Incliné la cabeza, mientras me levantaba junto al solitario. El solitario la acompañó hasta el taxi, y aunque disimulé la mirada, vi como se daban un beso suave en los labios. Luego regresó contento, apenas apoyado en el bastón.

-Le debo una explicación. Ya se que hemos venido a otra cuestión, pero a ella le sobraban unos minutos, y entendí que era la ocasión.

-No es eso lo que me extraña, sino que nunca me hubiera hablado de ella.

-¿Y qué había que hablar? Es solo una amiga. Bueno, a Elizabeth la llevo tratando tiempo, desde antes de que el virus apareció en nuestras vidas. Si no le he dicho nada es porque en realidad no hay nada, o algo inasible, un romance incipiente que te seduce como un suave perfume parisién. Como el Chanel que la  envuelve esta tarde. Ya me di cuenta de que no le resultó indiferente, amigo.

-¿El perfume?

-No me sea cretino.

-Una dama elegante, solitario, ciertamente, pero en todo caso su amiga, como usted dice. Le respeto su derecho de opción.

El solitario rio.

-¿Gasta usted novia, joven?

-Pues no. Solo gasto libros, sentencias y problemas. Amigas  tengo. Pero no del tipo que parece ser su Elizabeth.

-Cuanto se confunde usted, querido amigo. Y qué manía de encasillar las relaciones, los sentimientos. Pero vayamos a lo nuestro. ¿qué es esa sentencia que le remuerde la conciencia? Pidamos otro te, si le parece. ¡Camarero!.  No se preocupe por su caso. A todos los jueces del mundo la conciencia se les acaba  durmiendo, porque si no serían ellos los que no podrían dormir  jamás. La conciencia, el imperativo ético, se convierte con el tiempo en la mansa certidumbre de haber sido honestos, nunca en la de haber acertado.

-Pues mire por donde ahora me entran más ganas de saber de dónde surgió su atractiva sirena que de hablar de mi caso. Dejemos eso para el final.

El solitario sonrió, soltó el bastón sobre la silla que había dejado vacía su compañera, y abrió las manos, resignado.

-Una noche, hará como un año, me alojé en un hotel de fin de semana junto a algunos amigos. Íbamos a echar unas partidas de ajedrez y de dominó, y probar el buen spa de las instalaciones. Pero todos están muy mayores, y tras la cena, entre el vino que habíamos bebido y los efectos termales, se marcharon a dormir uno tras de otro. El último, que intentaba mantener la bandera, bostezó mientras recogía los naipes. “No puedo, solitario, lo siento, yo también me voy”.  “Con lo que tú has sido, amigo” le reproché. Así que, abandonado y triste, me eché a la calle, a tomarme la última. Era una zona bastante desolada, y caminando a la ventura, apenas divisé un par de bares abiertos. El más luminoso proclamaba en la puerta de neones: “Star bar, irish pub”. Pero dentro únicamente había un camarero con cara de aburrido. Cuando me vio aparecer, se le alegró el alma. Me sirvió un gin tonic  muy rebajado. “¿No hay nadie por aquí, muchacho?” “Ya lo ve usted. Ni los fantasmas”. “Bueno, alguien vendrá”. “Eso dice mi jefe, un optimista nato. Pero el bar lleva varias semanas abierto, y no entra casi nadie. Hoy es viernes, y me ha dicho que va a intentar venir después con su novia y algunas amigas de ella. El dice que si hay mujeres en la terraza, siempre es un reclamo. Un optimista, ya le digo”.  “Es la tradición, entrada libre para las chicas”, dije. “No se yo, ya tendría que haber llegado”.

El solitario calló, mientras bebía el segundo te, y ante su silencio tuve que reaccionar.

-¿Y qué? ¿Adonde quiere llegar, solitario?

-Le imaginaba a usted más lúcido, joven. Obviamente, a que yo no tenía que acudir al reclamo de mujeres, porque sencillamente había llegado antes que ellas, y las estaba esperando, o soñando, para seguir con Arrabal. La verdad es que estaba a punto de marcharme cuando el dueño del bar vino al fin acompañado de su novia, y con cuatro amigas tan bulliciosas como animadoras de basket. Se sentaron en las mesas de la terraza, y, créalo, como por ensalmo, el pub se llenó de gente. Quizá fuera casualidad, o la hora feliz, no se. Lo cierto es que pedí otro gin.

-No me diga que acabó ligando con algunas de esas amigas.

-No, con ellas no. Con la novia del jefe. El dueño del bar se había marchado a la sazón. No me debería considerar peligroso, supongo. En mi descargo diré que la relación entre ellos ya estaba casi rota.

-Pues yo la hacía una viuda. Aunque se nota que es mucho más joven que usted, eso sí.

-Ajusta su vestuario a las ocasiones. No es viuda. Ni es tan joven. Ni es mi pareja. No quiere que la atrape nadie. Ya le he dicho que somos amigos solamente.

-Ya, ya, algo incipiente como un delicado perfume de París.

-O como el frágil vuelo de una mariposa. El futuro dirá. Pero le contaré algo más. El dueño de ese bar merece toda mi admiración. Ahora que la pandemia sigue, ahora que todos los bares están cerrados, volví a quedar la semana pasada con mis amigos del dominó y el spa en el mismo hotel. Y se fueron todos a dormir otra vez, y otra vez volví a realizar mi paseo nocturno. Todo era desolación, tristeza. Pero había un solo bar abierto, y estaba lleno de gente. ¿Cuál era? El “Sport bar, irish pub”, desde luego. Lo malo es que esta vez no me atreví a entrar, no sea que mi presencia no fuera bienvenida. Y mi ruta acabó sin una mala bebida que llevarme al buche. El resto del paseo era un mar batiente y loco en una playa vacía, y la luna en lo alto. Y allí me quedé.

-Le hacía a usted más valiente. En el pecado lleva la penitencia, solitario.

-Pues mire, un día volveré allí, pero será con ella. Pero ahora vayamos a su caso. He pensado en ese hombre. No sabe usted si pronunciar el desahucio de un anciano valetudinario que sin duda ha pasado media vida entre esas cuatro paredes que considera ya suyas, que tiene un viejo gato que se enreda donde el anciano calienta sus pies en una alfombra. La casa tiene recuerdos de mujeres, de tertulias, de tabaco,  de amigos que ya han desaparecido de su vida. Y ahora encima quieren echarle de la casa. No se si podría sobrevivir al lanzamiento.

-Solitario, me está usted deprimiendo.

-No es fácil ser juez, joven, pero a un juzgador solo se le puede exigir honestidad, ya se lo dije; no milagros. Mire, mi consejo es que bucee en los márgenes de la ley, y si no encuentra solución dentro de ella, sólo después de eso, pronuncie el desahucio. Y ahora debo irme, me está empezando a doler la ciática. Un día tiene que venir por casa. Yo también tengo gato, por cierto, aunque por ahora estoy pagando la renta.

Pero no se marchó tan pronto, el solitario. De pronto se le iluminaron las pupilas en la profunda cuenca de sus ojos.

-Sabe, la noche que conocí a Elizabeth le pegamos duro en el bar. Dos de las amigas acabaron bailando juntas encima de un taburete. El camarero pinchó Old man river,  Danny boy, e incluso esa canción tan machista que es el Hey Joe de Jimmy Hendrix.  Pero en medio del arrebato, me dio por pergueñar una supuesta letra de blues, a ver si algún día encuentro quien la musique. Aquí la tengo.

 El solitario sacó un arrugado papel de su bolsillo. Me lo enseñó. No estaba mal. Tenía una mancha en una esquina. El solitario me dijo que era de bourbon, y no de orines.




“Song for a woman”.

Es una noche mágica,

Y hay una chica de grandes ojos negros

Mirando las estrellas.

 

En la ciudad abren bares

Donde los viejos negros tocan a su manera.

 

Pero ella espera en la estación del bus,

Y el bus no llega.

Pero ella sueña caer en el amor,

Y el amor no llega.

 

Desde el otro lado de la acera,

Un chico en una Harley le hace una seña.

Viste chupa de cuero

Y botas camperas.

Quiere volar con ella hacia secretos

De la carretera.

 

Pero ella sigue en la estación del bus,

Y el bus no llega.

Pero ella  sueña caer en el amor,

Y el amor no llega.

 

En el rincón perdido de la ciudad,

Los negros siguen tocando el blues.

 

Aplaudí, y el solitario me dio un abrazo.

Por si quieren saberlo, el inquilino sigue viviendo  allí. Y he pensado que una de estas noches, ¿no les parece? yo también me dejaré caer por el Sport bar Irish pub. Todavía allí no me conocen.

 

    


1 comentario:

  1. Un texto estupendo. Muy bien construido.Qué bella la reflexión sobre la conciencia de los jueces. Como licenciada en Derecho, nunca me tentó asumir tanta responsabilidad de esa que te quita el sueño. Buscaremos a alguna blueswoman que nos cante esa letra. Enhorabuena, Ricardo. Me ha encantado.

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