martes, 28 de abril de 2020

Diario del solitario 17. Angel Fernández, campeón de ajedrez

Diario del solitario, 17.- Angel Fernández, campeón de ajedrez.- 

Ricardo Moyano. Abril 2020.

La siguiente narración toma datos de la vida real de Angel Fernández, el primer campeón de ajedrez de España que hubo en Canarias, en 1967, que nos dejó joven en 1999, con 56 años, pero es una recreación puramente literaria, hecha desde el mayor afecto y respeto. La biografía real puede seguirse en seis artículos de este mismo blog. También puede consultarse en él un texto sobre Ricardo Calvo, el médico e historiador ajedrecista que fue gran amigo de Angel.





El joven sigue alejado en su isla de Hierro, mientras yo cumplo todavía la cuarentena en Gran Canaria. La soledad, el aislamiento, protege tu cuerpo del virus, pero multiplica en tu mente la angustia, el miedo, y también las fantasmagorías; los otros enemigos invisibles. Pero no todo ese barullo del alma es pesadilla y negritud. Una noche soñé que el ex campeón de España de ajedrez, mi querido Angelito, que falleció aún joven, venía a charlar conmigo, a tranquilizarme desde ese más allá donde él ahora se encuentra, y al cual  antes o después, como al club de los poetas muertos, iremos todos a parar. De ahí, de ese diálogo imposible,  surgió este pequeño relato inventado, que mando al joven como un pequeño regalo en una botella de náufrago. Se lo llevará un piloto que cubre el único vuelo diario que queda entre las islas. El relato, el sueño, podría ser real, a fin de cuentas, en las dimensiones cuánticas de las que hablé otra vez en este diario: en el sueño que vive dentro del sueño, en la muñeca rusa de nuestro particular arcano. Muy de Angel estos juegos de espejos, también.

-Angel, tú naciste en 1942, en Asturias. Pero viniste aquí de adolescente.

-Sí, me parieron en un pequeño pueblo asturiano, y asturianos fueron mis padres, que eran maestros de escuela, como yo lo fui después, como lo fue mi hermano. Pero si me vas a preguntar si me consideraba canario o asturiano, te diré que yo era un poco de todas partes y de ninguna, me mimetizaba siempre con los lugares en los que estaba, Asturias, Castellón, Las Palmas, Fuerteventura... Y cuando marchaba de uno de esos sitios se me quedaba dentro, y ya formaba parte de mi modo de ser. Así que yo nací allí, sí, en Asturias, acabada la guerra civil, pero mis padres la sufrieron, y también las represalias de la victoria. El patriarca fue trasladado forzoso por rojo  a dar clases en Peñíscola. Y allí crecí yo. Apolítico y curioso por naturaleza. Me gustaba observarlo todo, y pensar. Ya entonces tenía esa forma de ser algo extraña para los demás, múltiple, conciliadora, cambiante. Claro que todos tenemos lados y contradicciones, pero hay gente más de una sola faz, de una sola ley, que se rompen como la piedra en vez de doblarse como el junco. Yo no. Yo era por un lado bastante introvertido e imaginativo, y por el otro sociable y divertido. Artística y matemático. Creativo, pero también disperso e indisciplinado. Siempre creí que dedicar demasiado tiempo a lo mismo es robarle espacios a nuestros sueños, a nuestro limitado infinito. Y la vida es demasiado corta para hacerla encima más estrecha.

-Así que era difícil conocerte del todo.  Claro que nunca conocemos a nadie por entero; ni a nosotros mismos.

-Muy socrático eso, y muy cierto. En ese sentido todos somos, más que hijos de padres desconocidos, el desconocido hijo de nuestros padres. Mi madre me veía pasear por ahí, perdido en mi mundo, y meneaba la cabeza. Ella era una persona más de orden, de iglesia. En cambio mi padre tiraba hacia la izquierda, las tertulias y los bares. Con él aprendí a jugar al ajedrez, pero eso fue bastante tarde, cuando ya nos habíamos trasladado a Canarias.

-Tuvo que ser dura esa marcha. Un lugar de destierro, también, entonces.

-No me lo planteé así entonces, ni nunca realmente. Mi capacidad camaleónica, de nuevo. Es verdad que no sabía nada de Canarias, que mis padres no habían estado nunca… E imagínate lo que era Canarias entonces, en 1958, las islas estaban muy mal comunicadas y atrasadas. Pero ya te digo que siempre me adapté y asumí lugares, a situaciones, personas, opiniones enfrentadas. No es tanto que no quisiera polemizar con nada ni con nadie. Es que pensaba que todos tenían parte de razón.  A Canarias llegué con 16 años y me lo planteé con una nueva aventura de la vida. Vivimos en barrios modestos, en el barrio del Refugio, luego en Guanarteme, y más tarde en Escaleritas, en la ciudad alta, que fue el barrio que siempre más amé, donde viví ya siempre hasta mi muerte, primero en casa de mis padres, luego en mi propio piso de soltero, un piso espacioso, alto y soleado, que fue luego donde viví también con mi esposa. Abierto al cielo limpio, donde podía asomarme por las noches a mirar las estrellas. Tuve muchas aficiones, ya sabes,  y una de ellas fue la astronomía. También me gustaban las matemáticas, y el piano, y las carreras de coches, y tantas otras cosas.

-No solo las carreras de coches. Amabas los deportivos. Tuviste un accidente una vez.

-Yo creo que la velocidad era el contrapeso a mi timidez de raíz, los tímidos somos grandes intrépidos, ya sabes.

-Y también te aficionaste al ajedrez, que es una afición muy distinta. ¿Cómo fue eso?

-Pues sin quererlo, el ajedrez llegó a ser importante en mi vida. Mira, cuando yo llegué a Las Palmas mi padre me enseñó a jugar, él jugaba bastante mal, y le ganaba fácil, así que el me llevó algunas tardes a un bar donde tenía una tertulia con unos amigos, era el centro del ajedrez entonces, el Fabelo.  Yo me ponía a mirar y aprendía solo, observando, igual que hacía con todo, con paciencia, como miraba a las arañas en el campo tejer su tela, o la floración de una rosa. Todo es tan milagroso en la naturaleza… Poco después pasó por el bar para una entrega de trofeos nada menos que Arturo Pomar, y yo estaba allí entre los mirones, deslumbrado por el ex niño prodigio, que aceptó jugar unas partidas con los aficionados. Unos emulamos a otros. Yo emulaba a mi padre en los estudios de magisterio y a Pomar en el ajedrez. Poco a poco iba progresando en ambas cosas y me inscribí en torneos de ajedrez oficiales, y con apenas un solo libro de ajedrez y mi intuición  ascendí varias categorías. Lo curioso es que cuando me proclamé campeón de España unos años después seguía teniendo ese mismo único libro, y nadie se lo creía. Ya mi estilo tenía esa contradicción mía, por un lado muy agresivo y artista, por otro me gustaba jugar con precisión matemática los finales. Dependía de cómo me encontrara cada día. También era una táctica psicológica, lo reconozco, me gustaba jugar al despiste e incluso despistarme a mí mismo, para no aburrirme. Me divertía. Siempre tuve mucho humor, a veces ácido y súbito, poco entendido por los demás. Y era dulce y recio a la vez, de pronto me salía una racha de mal genio.

-Qué extraño, tenías fama de bondadoso.

-También. Pero con esas rachas de furia. No me duraban nunca, eso sí.

-Sigamos con tu vida.

-Qué manía tienes de contar vidas, solitario. Si casi ninguna merece ser dicha. ¿No es mejor vivirla, simplemente?.

-Supongo que sí. Salvo la vida de los genocidas, maltratadores, y algunos más. Pero no todos tenemos esa facilidad para vivir en el presente y tirar lo demás al olvido, Angel. Sigamos.

-A tus órdenes, solitario.

-Años 60. Acabaste magisterio, y te mandaron a sitios lejanos en la isla, a campañas de alfabetización en fábricas perdidas…

-Es verdad, pero tampoco eso me importó. Yo tenía, tuve siempre, esa vocación docente, por tradición familiar. Luego, cuando me ofrecieron dedícarme al ajedrez en serio y un trabajo mejor en el Banco, no te creas que fui más feliz. Quizá me equivoqué al aceptar, de hecho. Acababa de ser destinado a Lanzarote, a un pueblecito. Y siempre amé el mar, la pesca…  Hubiera sido otro camino, otra vida.

-Pero no podía ser. Cuando te ofrecieron esa nueva vida te acababas de proclamar el primer campeón de España salido de Canarias. Te ofrecieron la gloria de los héroes. Y no la podías rechazar.

-Yo por lo menos no. Siempre me costó decir que no a quienes aprecio, a quienes confiaban en mí. En mi vida, muchas veces los demás decidieron por mí, para bien o para mal. Por eso me escapaba como un ratoncito por el agujero de mi intimidad.  Estaba el Angel oficial con el trofeo de campeón, y la fama súbita en la isla. El que sale en la prensa y saludaba a la gente por la calle, como si fuera un futbolista. Pero el otro Angel, Angelito, era solo mío.







-Todo eso sucedió en 1967, tenías 25 años. Fuiste solo al torneo de Mallorca donde ganaste el título que te cambió la vida. Sin asesores, sin apoyo, porque nadie imaginaba que pudieras ganar.

-Las contradicciones de siempre. El ajedrez es un juego solitario, o sociable a la vez, Unamuno ya reflexionó sobre esa aporía. Y yo amaba jugar en equipo, pero  al torneo de Mallorca marché solo, sí. Las partidas eran largas, fatigosas, y me derrumbaba de madrugada en la habitación del hotel, al acabar. No conocía a casi nadie, y casi nadie me conocía. Pero eso mismo me hizo ganar, el factor sorpresa.   Y vino la oferta de que me dedicara a enseñar ajedrez a los escolares, con un cargo federativo, y un buen trabajo en el Banco. Pero me negué a cambiar mi modo de ser. Dejé de ser maestro de escuela, pero nunca quise ser un profesional del ajedrez, ni dedicar horas al estudio sesudo de la técnica.

-Y te empezó a pesar el título, te llamaron la cenicienta… Te acusaron de vago, incluso.

-Sí, y con razón. Yo era consciente por supuesto de que con mi modo de ser, solo con mi talento natural, no iba a llegar más lejos. Pero es que tampoco quería.




-Pero las críticas te afectaron.

-Sí. Ya te digo, siempre me importó la opinión ajena, el no estar a la altura de las expectativas. Y esas críticas me pesaron mucho anímicamente. Me derrumbé bastante. Empecé a jugar agarrotado, a hacer jugadas malas por la ansiedad. No ganaba ni en torneos locales. Nunca me gustó la presión ni supe resistirla. Decían que yo tenía un ajedrez de cristal. Y mi personalidad también tenía esa fragilidad.

-No te quiero cansar mucho más, Angel, o Angelito, como te llamamos siempre…

-No me cansas. Vivo ya en la eternidad, y ahí tengo tiempo. El que no lo tienes eres tú, solitario, que tienes que elegir lo que hacer a cada instante, a cada soplo de tu vida. Tú, que aún respiras.

-Vale. Volvamos a tu vida privada. Eras también un gran romántico. Aunque te echaste novia tarde, con treinta años o más…

-Bueno, también viví mi vida de soltero, tomarme mis piscos, no te creas. Pero tenía ese lado tímido y romántico a la vez, sí. Me acuerdo que a una periodista que me entrevistó acudí con una ramo de rosas, que le regalé al final. Tenía esas cosas. Pero no era la alegría de la huerta, como mi amigo Fernando, un madrileño chiquito y más chulo que un ocho. Las ligaba a todas con sus zumbas y su guitarra. Gracias a él conocí a mi novia. Un día de playa, él conocía a dos chicas, me presentó… Al poco ya salí con Inma, y pronto nos casamos. Aunque ella siempre me reconoció que de entrada le gustó más Fernando, por supuesto.


-Luego vino otro cambio de vida, en los 80... 




-¿Te refieres a mis años bohemios? Cierto. Al final no pude con el juego de competición, con la presión del ajedrez, y lo dejé del todo. Pero no solo dejé el ajedrez. Tampoco me gustaba el trabajo en el Banco, la verdad. Había entrado en una crisis total, existencial, de pareja. Y tomamos juntos Inma y yo una decisión radical, pero muy propia de mí. Irnos a vivir una vida distinta, a recorrer mundo, en una caravana. Mi imagen física había cambiado, ya no era el chico delgado de gafas grandes y corbata bancaria… Me había dejado barba y vestía bastante informal,  con guayaberas blancas o túnicas, fuera del trabajo, claro. Total, que pedí la excedencia. Inma y yo nos fuimos hasta Dinamarca en la caravana, viviendo en campings por toda Europa. Alguna vez jugaba torneos de ajedrez, cuando me placía. Qué tiempos, solitario. Después de ese período de trotamundos nos refugiamos en una casita solitaria en la playa de Jandía, con nuestro pequeño hijo.  Vivíamos de lo que yo pescaba y de algunos productos agrícolas. Siempre amé el mar, ya te lo dije. Y allí, en una casita en plan Robinson, fuimos felices dos años.  De esa época me quedó ya siempre el trato con pescadores, con la gente sencilla. Cuando volví a Las Palmas seguí tratando a ese tipo de personas, pero también tenía tertulias con intelectuales. Eso sí, los dos grupos casi nunca se mezclaban. Y yo tenía un pie en cada lado.




-Así que volviste a Las Palmas, luego.

-Sí. Qué iba a hacer. En este caso no fueron otros los que decidieron por mí, sino otra cosa: el dinero. O su ausencia. Los ahorros se acabaron, y nuestro hijo tenía que ir a la escuela y a médicos, no podíamos mantener esa vida al margen de las vías, o no fuimos capaces de hacerlo. Me reincorporé al banco, a la vida de la ciudad, al traje de oficina.

-¡Te adaptaste, una vez más!. Dicen que eras tan bondadoso que pagabas los cheques sin comprobar la liquidez, y te descontaban sueldo.

-Me daba pena decir que no, ya te lo dije. Pensaba que la solvencia se solucionaría, y algunos abusaban de mi confianza. Lo mío no era hacer carrera bancaria, eso está claro.

-¿Volviste al ajedrez?.

-Al de competición muy poco. Con excepciones, sólo me dejaba ver para las partidas rápidas y saludar a los amigos, y muchas veces me iba desde el club al muelle deportivo, donde tenía el pequeño barco que había comprado de segunda mano. Yo había vuelto a la ciudad, pero mi alma se había quedado en la playa de Jandía.

-Dicen que una vez fuiste a Peñíscola a buscar algo…

-Te refieres a las monedas enterradas de mi adolescencia. Sí. Cuando tenía quince años, antes de marcharme a Canarias, enterré unas monedas bajo un árbol, en las Torres del Papa Luna. Y aproveché un viaje para rescatarlas. ¡Estaban aún allí!.

-Y llegó la enfermedad fatal.

-Fue terrible. Justo cuando meditaba prejubilarme y regresar a Jandía, un cáncer fulminante del páncreas me llevó en seis meses. Me salieron cosas raras en un análisis de sangre. El cangrejo avanzó rápido. Tuvieron que ingresarme deprisa. Pero Inma y yo habíamos pactado que si alguna vez enfermaba uno de los dos, gravemente, el otro lo llevaría a casa, no le dejaría morir en una cama de hospital. Y en casa volví por última vez a mi despachito, mi refugio, mi habitación abierta a la noche. Hasta el final estuve curioseando cosas, las leyes del juego de la ruleta, la digitación del piano que se me resistió de niño… la filosofía…

-¿Y la religión? ¿Creías entonces en Dios?

-No sé si creía. También eso dependía de los días. Mi fe permanente fue en la libertad del ser humano, en el hombre, pero también en todo lo que tiene vida, los animales, las plantas. Dejé dicho a aquella periodista tan guapa a la que regalé flores que somos seres ignorantes, que nunca terminan de aprender, que nos vamos de la vida sin saber; lo que dejamos a las siguientes generaciones, a nuestros hijos, es solo un gran interrogante. Una vez dije también que era más fácil creer que ser agnóstico. Pero, ¿creer en qué?, realmente nunca tuve claro qué era creer, qué era dios, quizá fue un panteísta.

-Tenías sólo 56 años cuando nos dejaste. Tus cenizas acabaron en el mar, siguiendo tus deseos.

-Así fue. En el mar de Jandía, en las aguas mansas del sur de Fuerteventura, donde había sido tan feliz. Un día soleado, mi familia y mis amigos pescadores, se adentraron en el agua en una barca de pesca,  recitaron un poema, y aventaron mis cenizas. Así de simple.



-¿Qué viste después? ¿Te despertaste del sueño?

Angel no responde ya. Sólo añade, y resuena como en un eco “Ahora soy ceniza, ceniza enamorada y recuerdo”.  Su imagen se difumina, se aleja, se convierte en sombra; o en contraluz. Pero de pronto su voz vuelve a hablarme por última vez con fuerza, antes de desaparecer:

-Solitario, ¿sigues empeñado en contar mi vida? Pues te he contado una mentirijilla.

Me río.




-Creo que sé cual es. Me dijiste en vida que no encontraste nunca aquellas monedas enterradas en Peñíscola. Que el pasado no vuelve.

-O que vuelve, pero en forma distinta. 











1 comentario:

  1. Qué bello relato. Me hace amar a este campeón rebelde sin haberlo conocido. Sabias reflexiones, Ricardo Moyano.

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