lunes, 6 de abril de 2020

Diario del solitario 16 . Noches de absenta y cuarentena

Diario del Joven y el Solitario.- (16) Noches de absenta y cuarentena.

Ricardo Moyano. Abril 2020.

Dedicado a Raquel, "Viernes negro". Por tantas charlas "burning".

Nota: En este diario del joven y el solitario, por primera vez el Solitario es quien escribe. El joven está lejos, en cuarentena, como todos. Las circunstancias mandan.






El joven y yo teníamos previsto vernos. Pero el destino quiebra la voluntad y los afectos  a su antojo y nos arrastra como a juguete roto. La terrible pandemia vírica atrapó al joven con una comisión en la isla de Hierro, de donde por ahora no puede salir: nunca se ha podido por tierra, claro está; pero ahora tampoco por mar ni por aire.

Así que me he quedado solo, solo con  mi edad añosa y mi salud precaria, mis temores, mis recuerdos y mis papeles, en el apartamento. Ya ni la señora viene a limpiar. También ella está confinada en su barrio lejano. Todos somos islotes desolados ahora, casillas inconexas en un vacío tablero de ajedrez. Pero me complace saber que el joven está bien, que vive en un pequeño hotel donde, según me cuenta, se encuentra también solo con los dueños -una simpático matrimonio noruego-, y que tiene un balcón donde asomarse al mar. Desde ese mar que yo también contemplo en mi terraza siento que me comunico con él sin palabras. Me gustaría pensar que también sobrevive toda mi familia lejana, todos mis amigos. Pero es difícil saberlo.

La cuarentena es eso, tiempo de internet, de pensamiento, de angustias, de silencios. Y así vivimos día a día.

Así que tomo el control a una voz de este diario, hasta que el joven vuelva, hasta que nos podamos reencontrar con un abrazo. Cuando el futuro es incierto, y el presente ha sido encajonado entre cuatro paredes, la mente vuela hacia el pasado como retorna un pájaro migrante. En mis recuerdos, en mis papeles -repaso una rancia carpeta-, aparece de pronto aquel concierto en Barcelona de los Burning. Me habían destinado a la ciudad condal pocos meses atrás, y yo vivía entonces en una modesta pensión del Eixample. Una de mis aficiones era escuchar por las tardes cintas de música, que compraba afanosamente en los comercios de la calle Tallers, por la parte alta de las Ramblas. Esa calle era un filón, se encontraban las mayores rarezas, muchas muy baratas, y otras carísimas. Había tiendas lujosas y otras diminutas que llevaban incluso los propios aficionados o los músicos. En éstas, sobre todo, el precio variaba según el brillo de los ojos del fanático comprador; así que yo procuraba disimular, pero no siempre lo lograba. Daba igual, pagaba lo que me pedían. Mi vida era simple: de la pensión iba al Juzgado, cada día, en el metro. Y vuelta a casa. Una vez cada quince días me tocaba la guardia. En ella, lo habitual: la quincalla -tirones, descuideros, trapicheo- y algún caso más grave, de sexo o sangre, o de las dos cosas. La rutina de un juez penal, en fin, acostumbrado a chapotear en los sumideros. Luego, los fines de semana, cines o conciertos. Rara vez, una pequeña salida con mis escasos conocidos. Algunos me hablaban catalán, y mucha información estaba en este idioma. Pero lo llevaba bien. No me buscaba problemas, y tampoco me los daban. 

Mi sala preferida para el rock  era la Bikini, y para el jazz el club Jamboree, donde una vez, insolitamente, ligué con una catalana en una historia de una noche. No volvió a suceder. Las demás ocasiones solo ligaba trompas de alcohol mientras seguía el ritmo del contrabajo o de la batería con la cabeza. 




Pero quizá la historia más extraña sucedió cuando, como dije, vinieron los Burning a Barcelona. No podía creérmelo, porque eran las cintas que escuchaba más cada noche en la pensión. Había completado casi la colección con mis compras. Los “burning” saben como meterse dentro de tí: Baladas escalofriantes de terciopelo, noche y deseo, y medios tiempos y rocanroles eléctricos con mucho blues, de mover bien el culo. Pero nunca les había escuchado en directo, hasta entonces. No podía perdérmelo. Así que, recién salido de la guardia, desafiando al sueño, me puse los vaqueros, la chupa de cuero, las muñequeras, averigüé donde se encontraba la sala Zeleste en el barrio del Borne donde daban el “bolo”, -hasta entonces casi nunca me había acercado hasta allí-, y me eché a la calle dispuesto a todo. Aunque no sabía bien que quería decir “a todo”. Quizá sería mejor decir a la aventura.





Tras una hora de cola en la entrada, pude acercarme hasta cerca del escenario. Los Burning, muy motivados, descargaron toda su artillería. Se echaba en falta la voz de su primer cantante y “frontman”, Toño, desde luego, que entonces vivía en Briviesca con su pequeña hija Penny, pero Pepe Risi lo suplía echándole emoción a su voz pequeña, como un rugoso Keith Richards de la carretera. La sala estaba llena, llevaban años sin ir por Barcelona, y se veía gente de todas las edades, de varias generaciones. No se por qué, de pronto, me dio por pensar en los versos finales del poema del catalán Gil de Biedma, que también se aventuraba en las noches cosmopolitas: “…Dejar huella quería y marcharme entre aplausos/ -envejecer, morir, eran tan sólo las dimensiones del teatro. /Pero ha pasado el tiempo/  y la verdad desagradable asoma: envejecer, morir, es el único argumento de la obra”. No es insólito: me sucede a menudo que en medio de la fiesta me extraño, me ausento en una burbuja,  como si todo el barullo no tuviera que ver conmigo; y a veces lo contrario, que paseando por los solitarios jardines del edén me viene a la cabeza de pronto un riff estridente de la jungla de asfalto.

Al rato, no les canso, me acomodé en la barra. Los Burning ya habían repasado todo su último LP, “Regalos para mamá”, y afrontaban la traca final con los éxitos de siempre. Inexorablemente, sonó entonces ese hit agridulce cinematográfico que les definía tal vez contra su propia voluntad, “Qué hace una chica como tú en un sitio como éste”, de los tiempos de la pre movida madrileña, que sonaba ya a cosa tan pasada de moda como la chica de la canción. Porque como dijo Pepe al anunciarla, “Es una canción antigua que hemos tirado a un rincón, pero es un rincón dorado”.  Pepe arrastraba las sílabas al cantar, con chulería castiza, y nos hacía soñar. Me sentí seco. Y cuando me volví a la camarera para pedir otra cerveza, noté que una chica muy vistosa me miraba. Era como si la protagonista de la película de la canción se hubiera salido de la pantalla o del escenario, porque también ella como cantaba Pepe Risi, parecía estar fuera de sitioLlevaba una chaqueta corta de cuero rojo, sobre una blusa negra que ceñía un busto pequeño. Por debajo de la cintura, una falda mediada y medias, también negras.

-¿Cómo lo llevas, encanto?-me dijo- su voz sonó algo ronca, abaritonada, en contraste con sus facciones delicadas, y el suave maquillaje de su rostro. Tenía en conjunto, pese a estar vestida para matar, una expresión frágil. 

-Pues bien, pidiendo una birra -dije en tono neutro.
-Cerveza amarga, como la vida. ¿Has venido a ligar?
-No.
-Entonces has venido a que te ligue yo.




No tardé en darme cuenta de que era travesti. Nunca había tratado con ninguna, fuera del juzgado, salvo en mínimos saludos en algunas salas de fiestas glam cuando venían hasta el público a provocar un poco y ganarse algún billete que escondían en el pecho. Me parecía, con aquellas pintas, una profesional, o una extravagante. Pero tenía ganas de dejarme llevar yo también por el embrujo. Así que la invité a una caña, que se bebió a sorbos rápidos, y prologó chocando su vaso con el mío. Hablamos de Burning y de él, o ella. Era andaluza, y llevaba muchos años en Barcelona. Se llamaba Lola, dijo alargando una mano floja. Recordé la canción de Alarma sobre otro travieso. “Lola nunca ha salido en el Hola…”. Pero el tema del roquero madrileño hablaba de una Lola que “sólo mujer se siente”. Y mi Lola no pensaba así.  O al menos eso me contaba.




-Por las mañanas trabajo en una librería. Y ahí soy hombre, sin más Todos somos travestis en realidad. ¿Tú no te disfrazas de mujer en carnaval, acaso?

La verdad es que algunas veces lo había hecho. Me sentí confuso. Aunque no dejaba de pensar que Lola me estaba contando un cuento. Seguimos bebiendo y mirando al escenario. El concierto terminó poco después entretanto con el célebre Johnny be Good de Chuck Berry y la rociada de la botella de cava que era tradición en los Burning. Tocaba irse despidiendo. Pero cuando yo enfilaba la marea de gente hacia la puerta, Lola se me colgó del brazo.




-Vámonos a tomar una copa a la plaza Real, guapo.

Lola movía las caderas con ambición al ritmo de sus tacones y sus pendientes de aro, mientras mecía su bolso  de tela en el brazo libre.  Algunos chicos le decían picardías o guarradas, en serio o en chanza. Pero él se lo tomaba todo bien, y no me soltaba. 

Cogimos un taxi que nos llevó por la ruta del mar hasta las ramblas. Nos dejó en el Maremagnum y desde allí fuimos subiendo despacio, caminando entre los puestos de flores, kioscos y terrazas llenas de turistas.
-¿Quieres ir mejor al Marsella, en la Raval? Está muy cerca, y era un bar muy de los Burning. 
-Me parece genial. No he ido nunca, ya ves. A lo mejor  vemos allí a los Burning...



-Pues no lo se. Yo creo que aquellos eran otros tiempos, y les he visto con "recuerdos del pelo largo", la verdad. Muy descapotables. Pero si van les pedimos un autógrafo. ¿Desde cuándo les escuchas tú, a los Burning?
-Desde los ochenta.
-Te gano. Yo desde siempre, desde las “chicas del drugstore” y todos aquellas cositas de la medianoche, de rímel y carmín. Tengo mi edad, aunque no la aparente, ¿verdad?.





Ella me hablaba de los drugstores, de las noches que se estiraban entre martinis y gin tonics, pero yo estaba viviendo realmente el tema del grupo sobre sus experiencias con travestis en la noche loca  de Barcelona: "Paseando por las Ramblas tú la verás, ella no es una dama ni tampoco un señor, yo sé su nombre, ¡seducción!". Se contaba que una vez Toño, en aquellos tiempos, se fue a la cama con una lumi que conoció en una discoteca y resultó un travesti. Quizá fueran leyendas urbanas. Pero tomar un absenta con Lola en el Marsella podía ser como un remake en vivo de aquellas historias. La verdad es que enredarme con un travesti no era lo que había previsto al ir al rock, y sabía que podía acabar como un pollo desplumado entre las garras de Lola, pero la situación me envolvía como una caricia que no podía resistir.


Y un poco después estábamos ya en el corazón de la bohemia, en uno de los veladores de mármol del bar en el que habían tertuliado los malditos de toda condición desde siglo y medio atrás, olvidados o famosos como Dalí, Picasso, o Hemingway. La absenta la sirven con un tenedor, un azucarillo y un vaso de agua. El agua y el azúcar en llamas rebajan y endulzan la bebida. Al poco ya todo me daba vueltas con esa bebida bruja, y Lola me parecía una diosa, o mejor una diablesa en medio de un aquelarre. Nos besamos con naturalidad y pasión. Un borracho recitaba poemas a nuestro lado y levantaba la copa en nuestro honor. Y pasó la noche. Y no llegaron los Burning.







Cerca del alba, el taxista que me regresaba a mi pensión no pronunciaba palabra ni yo tampoco; el, supongo, empezaba su jornada y a mí me dolía demasiado la cabeza para decir nada. Los neones de la ciudad por el paseo de Gracia camino del Eixample eran alfileres que herían mis pupilas dilatadas. Los edificios de Gaudí parecían gigantes locos que escalaban el cielo entre filigranas y vidrieras. 


Yo recordaba aún, claro está, o sentía más bien en mi cuerpo y mi alma el sabor de los labios de Lola, el fuego de la absenta en mi garganta, su mano abrazada a mi rodilla, sus piernas cruzadas bajo las medias de nylon por donde jugaron mis dedos. Pero todo se deshacía lentamente en la bruma. Y al llegar a la pensión, me tiré en el jergón y en el fundido a negro.




Estuve aún varios días en el Juzgado recordando a Lola como en flashes a traición, que me asaltaban entre los legajos de causas y las piezas de convicción. El secretario me sacaba de mi distracción.

-¿Se encuentra bien, señoría? 

Toda vida es un secreto, y yo me había marchado sin conocer el de Lola. Me había dicho que trabajaba por las noches en un cabaret cuyo nombre no podía recordar, y que no hacía la calle, que sólo se acostaba con quien le gustaba, mujer u hombre. “A veces activa, a veces pasiva, ya sabes”. No la creí ni dejé de creerla. La vida no siempre consiste en juzgar, basta con vivirla. Tampoco nos habíamos dado teléfonos ni direcciones, y nos habíamos despedido con un abrazo, sin más, como si los dos tuviéramos claro que nuestro tema terminaba allí. Pasó el tiempo y Lola se disolvió del todo en mi mente, como los propios edificios visionarios de Gaudí de aquella noche, como el Marsella, como una historia irreal. Aunque nuestra vida este hecha realmente de ese tipo de rincones dorados, como decía el Risi, y todo lo demás sean rutinas, espejos y corbatas a las ocho de la mañana. Tampoco está mal, la verdad, el bollo y el café caliente y el paracetamol. Nadie podría vivir siempre en una noche burning. El solitario no, por lo menos. 

Y así hubiera finalizado esta historia si no me hubieran traído a Lola a la guardia una tarde, meses después, detenida. A pesar de que no iba travestida, la reconocí enseguida. Dispuse que le soltaran las esposas. La acusaban de trapicheo de marihuana en el Raval, poca cosa. Lola se sonreía, nerviosa, sin reconocerme. Sólo le habían decomisado unas chicas. Y como todos los camellos del mundo, decía que era “para su consumo”. Poco importaba que le hubieran pillado vendiendo “in fraganti”. La primera regla del gitano, del camello o del amante es negar la evidencia. Sobre todo cuando la verdad no rinde ganancia y sólo facilita las cosas al enemigo.

Lola se llamaba  en realidad, según el carnet de identidad, Romualdo García. Vestía ahora un simple pantalón de cuadros y una camiseta de los Who. La foto no le hacía justicia, como a nadie; ni siquiera en un juzgado de guardia.

-Las diligencias seguirán, pero va a quedar en libertad provisional, Romualdo- dije, repasando el carnet-. ¿O debería decir Lola?

Lola pegó un respingo en el asiento. El abogado de oficio le miró en hitos a él y a mí, intrigado. Pero Lola enseguida recobró el control, mirándome algo desafiante.

-Eso es sólo las noches, en el cabaret, donde me saco un sueldo. Porque yo no trafico, señor juez, no vivo de eso. Aunque yo a usted le quiero conocer...- arrastraba ahora su acento andaluz.

Pedí que nos dejaran solos un momento. El abogado dijo que eso le parecía irregular, pero Lola aprobó con la cabeza. Se marcharon todos, el defensor, el fiscal, y el funcionario, como una procesión de tristezas. Cerraron la puerta.

-Claro que me conoces. Hace unos meses, los Burning y el Marsella.

La risa de Lola debió oírse hasta en la acera de enfrente. 

Le devolví su carnet.

-Si me dices donde actúas, iré a tu cabaret a verte. Porque los Burning no nos valen, ya se fueron con la furgo a otra parte. Y supongo que será más fácil encontrarte en la noche que en esa librería donde supuestamente trabajas.

Lola se sonrió.

-Eres muy listo, juez. Pues tú ganas, ven esta noche mismo. Al Kulebra.
-¿Dónde está eso?
-Ahora te toca a tí. Búscalo en la guía, ya que lo sabes todo. Empieza con K. 

Y al Kulebra me fuí. Al cantar, Lola atiplaba la voz. Cantó boleros, coplas, temas de pop. Era realmente buena. Al rato, mandándome un guiño y un beso soplado, me dedicó “Qué hace un chico como tú en un sitio como éste”. Así, en masculino. Me marché justo cuando acabó ese tema, mientras él iniciaba otro bolero, “Camarera de mi amor”, que escuché mientras subía ya las escaleras hacia la calle. 

En este bar, te vi por vez primera
Y sin pensar, te di mi vida entera
En este bar, brindamos con cerveza
En medio, de tristeza y emoción
En este bar, se hablaron nuestras almas
Y se dijeron, frases deliciosas
En este bar, pasaron tantas cosas
Por eso vengo siempre, a este rincón…”

No volví nunca a ver a Lola. 

Han pasado treinta años de aquello. Cierro la carpeta de recuerdos en mi terraza, miro al mar, y a quien recuerdo ahora es al joven, atrapado o refugiado en su isla de Hierro, con el matrimonio de noruegos. Me planteo mandarle un mensaje con el móvil pero desisto. Dejémoslo estar. Me sirvo un vaso de agua fresca. El sol tibio de la tarde me acaricia. Consulto la prensa. Siguen las muertes, sigue la pandemia, sigue ese virus invisible royéndonos las entrañas a todos. Mis ojos se tornan llorosos. Y en la calle, un perro me mira. Menea la cola, resistiendo el tirón de correa de su dueño. Parece preguntar por mi secreto, y quizá lo sabe, o lo intuye. Ha salido de su encierro, mientras nosotros cumplimos la condena, como expiando una culpa que ignoramos, que en realidad no existe, que viene de muy lejos.

2 comentarios:

  1. Miente y dí que esto no es algo basado en hechos reales, solitario...

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  2. Me ha encantado este relato. El solitario también guarda en su corazón un lado salvaje y algo maldito, debería exhibirlo más a menudo. Le sienta muy bien.
    Gracias por la dedicatoria.
    Un beso. En este caso, con mucha nocturnidad. Raquel Viernes Negro

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