Ricardo Moyano García, Jacobo Valcárcel Castro, Pablo Valcárcel Castro, Juan Antonio Valcárcel Castro.
Julio de 2020.
Para María Castro Domínguez, querida amiga, distinguida profesora y escritora (Ricardo Moyano).
1.Ricardo Moyano.
Así que miro hacia atrás y recuerdo nuestra común faceta de ajedrecistas apasionados: El empezó algunos años antes que yo, a fines de los 60, recién llegado a Canarias como arquitecto de Hacienda; y yo jugué hasta algunos años más tarde de que él lo dejara. Pero los dos desarrollamos el ajedrez oficial entre las décadas de los 70 y 80 básicamente. Juan Antonio era uno de mis “mayores” en el juego. 1972 fue el año en que con 15 años yo comenzaba a asomarme tímidamente por el club de ajedrez de la calle Terrero, en la alameda de Colón, pero era para Juan Antonio el año de su consagración:
Ya, tras sus inicios en Madrid, donde había sido campeón escolar en 1958, había alcanzado la máxima categoría y había sido campeón de Canarias en 1970, que le clasificó para el campeonato de España jugado en Asturias ese verano. Pero ahora, precisamente en ese torneo provincial que yo miraba con el respeto del neófito hacia los maestros del tablero local, consiguió una de las codiciadas plazas para el I Internacional Ciudad de Las Palmas que se iba a celebrar por todo lo alto en el hotel Santa Catalina con la élite mundial. Lo nunca visto por Las Palmas. Jugar quince días a diario con los grandes jugadores soviéticos, húngaros, o con el mítico danés Bent Larsen, el mejor jugador occidental por entonces junto a Bobby Fischer, era un sueño para cualquier aficionado.
El mismo me contó muchas anécdotas y recuerdos de aquel torneo.
-Se alabaron sobre todo mis tablas con el rumano Georghiu, al que encerré un caballo en el final, y yo creo que él se dio cuenta de la celada, pero no encontró nada mejor. Pero también jugué otras partidas buenas, como contra Smyslov, o contra Paul Benko, que se levantó para hacer aguas menores urgentes cuando solo le quedaba un minuto en el reloj… Me pareció descortés hacer mi jugada estando él en el servicio, y eso le libró de perder por tiempo y a mí de una victoria inmerecida… Jugar un torneo así te da un avance de nivel increíble, aunque pierdas la mayoría de las partidas, porque aprendes dentro del tablero el mecanismo de pensamiento de un profesional; desde fuera es imposible darte cuenta de ese razonamiento. Así que para mí ese torneo internacional, único en mi vida, fue una experiencia irrepetible para un aficionado como yo era.
En esos años hablé varias veces con Juan Antonio. Era alto, distinguido, buen conversador, siempre afable, y dotado de una enorme cultura. En el club, aunque no formaba parte de ninguna de las habituales “camarillas”, se había ganado el afecto de todos, aunque intimaba más quizá con Pedro Lezcano, con quien compartía afición a la poesía. Su equipo era el entusiasta Enroque, con el que jugó con el propio Lezcano y otros dos campeonatos de España por escuadras en esos años. Eran tiempos buenos para un arquitecto treintañero de origen madrileño que se había adaptado perfectamente a Canarias. Nunca se planteó pedir traslado, aunque como buen ciudadano del mundo amaba viajar cada vez que podía, e incluso se plantó en la Unión Soviética en esos años del último franquismo, visitando los clubes míticos de la gran potencia ajedrecística de esos tiempos, y facilitando documentación a la revista Ajedrez Canario.
Pero el ajedrez competitivo para un no profesional es demasiado duro, y justo al terminar ese año 1972 que era iniciático para mí, Juan Antonio decidió primero tomarse un año sabático, y luego, en 1974, retirarse de las competiciones.
-Yo era arquitecto y quería ser arquitecto y no ajedrecista. Yo era uno de los escasos preferentes de Las Palmas y mi decisión causó un pequeño “shock” en los directivos del club de ajedrez, que intenté suavizar diciendo que volvería más adelante. Como así hice, seis años después, eso sí. Pero Betancort, que era el alma de la federación, negaba con la cabeza: “Cuando nos haces falta es ahora, Juan Antonio, no después”. Debió ser un pensamiento premonitorio, porque cuando regresé en los años 80 Juan Rafael Betancort ya había sido cesado en todos sus cargos federativos y en el club.
Juan Antonio, eso sí, continuó por supuesto acudiendo como socio al club de ajedrez, ahora trasladado a una luminosa planta en el edificio de la UNED en Alcaravaneras, y también disputando partidas amistosas en el “chiringuito” que había montado en el parque Santa Catalina el fotógrafo y entusiasta Eduardo Vargas. Siempre gustó Juan Antonio de ese ajedrez al aire libre e informal, era de trato fácil y le encantaban esas partidas rápidas “a echar” del ajedrez parquero: el que pierde se levanta y mira, aguardando su turno. Así, al ajedrecista, la dialéctica de la victoria y la derrota le hace orgulloso y humilde a la vez.
También se dejaba caer, ahora como espectador, por las nuevas ediciones del Torneo Internacional en el hotel Santa Catalina, que fue donde yo le vi más en esos años. Yo también iba la mayoría de las tardes, y hablaba con él. Aunque el ajedrez era por entonces cosa de varones, una curiosidad es que entre los espectadores había algunas féminas. Algunas eran turistas despistadas alojadas en el hotel, pero otras eran las compañeras de los jugadores: hacíamos comentarios sobre la belleza de aquellas mujeres y cábalas algo entrometidas sobre su relación con los maestros. El propio Juan Antonio se refiere a ello con gracia en su prólogo a mi libro de ajedrez histórico (puede leerse en el anexo). Lo cierto es que en una de esas ediciones, quizá fuera la de 1977 o 1978, era el propio Juan Antonio quien estaba acompañado de una joven y atractiva morena. Era María Castro. Juan Antonio se había casado y se le veía muy feliz. En aquel momento, por timidez, apenas cambié un saludo cortés con María.
Cumpliendo su promesa, Juan Antonio volvió a jugar en los años 80. Y lo hizo compitiendo con fuerza en los Open Corte Inglés, en la lucha por equipos -en 1986 llegó a acudir de nuevo a los campeonatos por equipos nacionales- y en la individual: recuperó la categoría de preferente que había perdido por su larga ausencia, y en 1985 se proclamó subcampeón regional, rememorando casi miméticamente sus triunfos de principios de los 70 quince años después. Pudo haber disputado de hecho el campeonato de España en Huesca de ese año, pero prefirió pasar el verano con su familia, lejos del estrés de una competición como esa.
-Cuando jugué en 1970 en Asturias era un joven soltero, compartí quince días con Fernando Visier y Ricardo Calvo en un piso que alquilamos, y salíamos de juerga por las noches. En 1985 había formado una familia, tenía hijos, y prefería disfrutar las vacaciones con ellos, la verdad. Cada época tiene sus circunstancias.
En esos años 80 yo también había vuelto a competir, y jugamos en dos o tres torneos. Juan Antonio me recordó muchos años después que salimos incluso fotografiados en prensa con el curioso pie de foto: “El arquitecto y el juez”.
1989 fue el año de su definitivo adiós al ajedrez de competición. Una de sus últimas partidas fueron las tablas que logró en simultánea nada menos que con el “ogro” soviético Kasparov, precisamente cuando el muro de Berlín estaba cayendo y la propia URSS se desintegraba. Siempre fue Juan Antonio un gran simultaneador, como atestiguan sus victorias sobre Larsen o Ljubojevic. Pero problemas de salud por un lado y el tiempo que se perdía jugando al ajedrez competitivo fueron los motivos de su ahora definitivo adiós.
Sobre su retirada definitiva, Valcárcel me hizo interesantes reflexiones.
-El veneno del ajedrez siempre queda, Ricardo. Como escribió Paolo Maurensig en su novela La variante Lüneburg: no somos nosotros quienes podemos decidir cómo y cuándo abandonamos el ajedrez, porque es él quien nos domina. Al volver la vista atrás añadiría que “El que quiera vivir mucho tiempo que no lo pierda” como decía el escritor Jardiel Poncela. Pude haber empleado esas horas de dedicación al ajedrez en otras cosas más interesantes, productivas o placenteras; pero el pasado no se puede cambiar y lo asumo con un sentimiento de nostalgia por la juventud que se fue, pero sin ninguna amargura, porque como exjugador de ajedrez-más aún, precisamente por ello-soy muy consciente de que cualquier mínimo cambio de una jugada en una partida puede llevarnos a variantes y posiciones muy diferentes—una demostración práctica en un sistema dinámico y complejo, como el ajedrez, de la teoría del caos y el efecto mariposa de Lorenz (“el aleteo de una mariposa, en un momento dado, puede alterar a largo plazo una secuencia de acontecimientos de inmensa magnitud”). Decía el filósofo Dilthey que “La vida es una misteriosa trama de azar, destino y carácter” que hay que entender “como un todo, donde sus partes están en conexión y solo cobran sentido en esa relación”. En mi caso si yo no hubiese jugado al ajedrez de niño probablemente mi situación personal seria actualmente muy diferente: no habría sido atraído por el excepcional ambiente ajedrecístico de Las Palmas de Gran Canaria; quizá hubiese obtenido en un concurso de traslados una plaza de Arquitecto de Hacienda en la Península hace muchos años, y, casi con seguridad, no hubiese conocido nunca a mi maravillosa mujer, la gran poeta en lengua inglesa María Castro Domínguez nacida en Inglaterra de padres canarios, y no tendríamos tres hijos esplendidos, Pablo, Jacobo y Juan Antonio, de los que estamos tan orgullosos….Al final te das cuenta de que eres un aficionado, que da igual que ganes a tus amigos Domínguez o Lezcano o que ellos te ganen a ti, y que es mejor invertir el tiempo en el aprendizaje de nuevas materias, en la lectura… Me matriculé en derecho en la UNED en 1990 y saqué la carrera. A veces me equivocaba de botón en el ascensor y aparecía en el club de ajedrez, que estaba en el mismo edificio, como bien sabes.
La vida nos alejó en esas décadas, porque él, errores de ascensor aparte, ya no visitaba el club de ajedrez mucho ni yo frecuentaba el parque Santa Catalina, donde él sí siguió jugando partidas amistosas como colofón de sus paseos vespertinos. Sin embargo, mi idea de escribir un libro de historia del ajedrez local nos volvió a unir hace pocos años. Fijamos la cita en las terrazas del hotel Santa Catalina, precisamente, y Juan Antonio se comportó como siempre con cercanía y afabilidad. Me facilitó cuanta información pudo localizar. Cambiamos anécdotas y recuerdos. Pero me confesó que estaba bastante enfermo, y las siguientes veces se excusó de acudir personalmente, encargando la tarea a su esposa. María cumplió eficazmente el encargo, facilitándome todo tipo de archivos, y de esas conversaciones en las mismas terrazas del hotel surgió la extensión de la amistad a la propia María. La primera vez me sorprendió su fuerte acento británico, hasta que me explicó que su idioma natal era el inglés, ya que había nacido y vivido en Londres muchos años. María es una destacada poeta en ese idioma, con numerosos premios y publicaciones, y nuestras conversaciones fluyeron, como sucedía con Juan Antonio, desde el ajedrez a la literatura. Pude conocer entonces, en el trato directo, la profundidad, cálida inteligencia y enorme sencillez de María.
Con Juan Antonio continué conversando también, pero ya sólo por correo electrónico. Le pedí que compusiera un prólogo para mi libro de historia del ajedrez, y escribió con mimo, con esa búsqueda de la obra bien hecha que le caracterizaba, no uno, sino dos. El más general permaneció inédito, y ahora quiero ofrecerlo aquí, como póstumo homenaje al amigo que se fue.
La última vez que pude ver a Juan Antonio fue a principios de 2017, en la presentación del libro de su esposa, “A face in the crowd”, “Un rostro en la multitud” en la librería Canaima. Nos dijimos adiós en la salida del acto, sin saber que nunca nos volveríamos a ver. La enfermedad de Juan Antonio se agravó. María estuvo todo el tiempo a su lado, indesmayable.
“Aquí se queda la clara,
Se nos ha ido hace ahora un mes Juan Antonio Valcárcel, arquitecto y
ajedrecista, un buen amigo con quien compartí tantas horas de ajedrez,
ciertamente, pero también, en los últimos años, conversaciones sobre todo tipo
de esos temas variados que ambos amábamos, historia, literatura, política…
Cuando una personalidad tan brillante como Juan Antonio desaparece, las
palabras de testimonio no pueden llenar el vacío que deja, pero a quienes las
amamos es lo único -junto al respetuoso silencio- que nos queda: a través de la
palabra, rendir el tributo de la memoria.
Así que miro hacia atrás y recuerdo nuestra común faceta de ajedrecistas apasionados: El empezó algunos años antes que yo, a fines de los 60, recién llegado a Canarias como arquitecto de Hacienda; y yo jugué hasta algunos años más tarde de que él lo dejara. Pero los dos desarrollamos el ajedrez oficial entre las décadas de los 70 y 80 básicamente. Juan Antonio era uno de mis “mayores” en el juego. 1972 fue el año en que con 15 años yo comenzaba a asomarme tímidamente por el club de ajedrez de la calle Terrero, en la alameda de Colón, pero era para Juan Antonio el año de su consagración:
1958 campeonatos escolares |
Ya, tras sus inicios en Madrid, donde había sido campeón escolar en 1958, había alcanzado la máxima categoría y había sido campeón de Canarias en 1970, que le clasificó para el campeonato de España jugado en Asturias ese verano. Pero ahora, precisamente en ese torneo provincial que yo miraba con el respeto del neófito hacia los maestros del tablero local, consiguió una de las codiciadas plazas para el I Internacional Ciudad de Las Palmas que se iba a celebrar por todo lo alto en el hotel Santa Catalina con la élite mundial. Lo nunca visto por Las Palmas. Jugar quince días a diario con los grandes jugadores soviéticos, húngaros, o con el mítico danés Bent Larsen, el mejor jugador occidental por entonces junto a Bobby Fischer, era un sueño para cualquier aficionado.
El mismo me contó muchas anécdotas y recuerdos de aquel torneo.
-Se alabaron sobre todo mis tablas con el rumano Georghiu, al que encerré un caballo en el final, y yo creo que él se dio cuenta de la celada, pero no encontró nada mejor. Pero también jugué otras partidas buenas, como contra Smyslov, o contra Paul Benko, que se levantó para hacer aguas menores urgentes cuando solo le quedaba un minuto en el reloj… Me pareció descortés hacer mi jugada estando él en el servicio, y eso le libró de perder por tiempo y a mí de una victoria inmerecida… Jugar un torneo así te da un avance de nivel increíble, aunque pierdas la mayoría de las partidas, porque aprendes dentro del tablero el mecanismo de pensamiento de un profesional; desde fuera es imposible darte cuenta de ese razonamiento. Así que para mí ese torneo internacional, único en mi vida, fue una experiencia irrepetible para un aficionado como yo era.
En esos años hablé varias veces con Juan Antonio. Era alto, distinguido, buen conversador, siempre afable, y dotado de una enorme cultura. En el club, aunque no formaba parte de ninguna de las habituales “camarillas”, se había ganado el afecto de todos, aunque intimaba más quizá con Pedro Lezcano, con quien compartía afición a la poesía. Su equipo era el entusiasta Enroque, con el que jugó con el propio Lezcano y otros dos campeonatos de España por escuadras en esos años. Eran tiempos buenos para un arquitecto treintañero de origen madrileño que se había adaptado perfectamente a Canarias. Nunca se planteó pedir traslado, aunque como buen ciudadano del mundo amaba viajar cada vez que podía, e incluso se plantó en la Unión Soviética en esos años del último franquismo, visitando los clubes míticos de la gran potencia ajedrecística de esos tiempos, y facilitando documentación a la revista Ajedrez Canario.
Pero el ajedrez competitivo para un no profesional es demasiado duro, y justo al terminar ese año 1972 que era iniciático para mí, Juan Antonio decidió primero tomarse un año sabático, y luego, en 1974, retirarse de las competiciones.
-Yo era arquitecto y quería ser arquitecto y no ajedrecista. Yo era uno de los escasos preferentes de Las Palmas y mi decisión causó un pequeño “shock” en los directivos del club de ajedrez, que intenté suavizar diciendo que volvería más adelante. Como así hice, seis años después, eso sí. Pero Betancort, que era el alma de la federación, negaba con la cabeza: “Cuando nos haces falta es ahora, Juan Antonio, no después”. Debió ser un pensamiento premonitorio, porque cuando regresé en los años 80 Juan Rafael Betancort ya había sido cesado en todos sus cargos federativos y en el club.
Juan Antonio, eso sí, continuó por supuesto acudiendo como socio al club de ajedrez, ahora trasladado a una luminosa planta en el edificio de la UNED en Alcaravaneras, y también disputando partidas amistosas en el “chiringuito” que había montado en el parque Santa Catalina el fotógrafo y entusiasta Eduardo Vargas. Siempre gustó Juan Antonio de ese ajedrez al aire libre e informal, era de trato fácil y le encantaban esas partidas rápidas “a echar” del ajedrez parquero: el que pierde se levanta y mira, aguardando su turno. Así, al ajedrecista, la dialéctica de la victoria y la derrota le hace orgulloso y humilde a la vez.
También se dejaba caer, ahora como espectador, por las nuevas ediciones del Torneo Internacional en el hotel Santa Catalina, que fue donde yo le vi más en esos años. Yo también iba la mayoría de las tardes, y hablaba con él. Aunque el ajedrez era por entonces cosa de varones, una curiosidad es que entre los espectadores había algunas féminas. Algunas eran turistas despistadas alojadas en el hotel, pero otras eran las compañeras de los jugadores: hacíamos comentarios sobre la belleza de aquellas mujeres y cábalas algo entrometidas sobre su relación con los maestros. El propio Juan Antonio se refiere a ello con gracia en su prólogo a mi libro de ajedrez histórico (puede leerse en el anexo). Lo cierto es que en una de esas ediciones, quizá fuera la de 1977 o 1978, era el propio Juan Antonio quien estaba acompañado de una joven y atractiva morena. Era María Castro. Juan Antonio se había casado y se le veía muy feliz. En aquel momento, por timidez, apenas cambié un saludo cortés con María.
Cumpliendo su promesa, Juan Antonio volvió a jugar en los años 80. Y lo hizo compitiendo con fuerza en los Open Corte Inglés, en la lucha por equipos -en 1986 llegó a acudir de nuevo a los campeonatos por equipos nacionales- y en la individual: recuperó la categoría de preferente que había perdido por su larga ausencia, y en 1985 se proclamó subcampeón regional, rememorando casi miméticamente sus triunfos de principios de los 70 quince años después. Pudo haber disputado de hecho el campeonato de España en Huesca de ese año, pero prefirió pasar el verano con su familia, lejos del estrés de una competición como esa.
-Cuando jugué en 1970 en Asturias era un joven soltero, compartí quince días con Fernando Visier y Ricardo Calvo en un piso que alquilamos, y salíamos de juerga por las noches. En 1985 había formado una familia, tenía hijos, y prefería disfrutar las vacaciones con ellos, la verdad. Cada época tiene sus circunstancias.
En esos años 80 yo también había vuelto a competir, y jugamos en dos o tres torneos. Juan Antonio me recordó muchos años después que salimos incluso fotografiados en prensa con el curioso pie de foto: “El arquitecto y el juez”.
1989 fue el año de su definitivo adiós al ajedrez de competición. Una de sus últimas partidas fueron las tablas que logró en simultánea nada menos que con el “ogro” soviético Kasparov, precisamente cuando el muro de Berlín estaba cayendo y la propia URSS se desintegraba. Siempre fue Juan Antonio un gran simultaneador, como atestiguan sus victorias sobre Larsen o Ljubojevic. Pero problemas de salud por un lado y el tiempo que se perdía jugando al ajedrez competitivo fueron los motivos de su ahora definitivo adiós.
Sobre su retirada definitiva, Valcárcel me hizo interesantes reflexiones.
-El veneno del ajedrez siempre queda, Ricardo. Como escribió Paolo Maurensig en su novela La variante Lüneburg: no somos nosotros quienes podemos decidir cómo y cuándo abandonamos el ajedrez, porque es él quien nos domina. Al volver la vista atrás añadiría que “El que quiera vivir mucho tiempo que no lo pierda” como decía el escritor Jardiel Poncela. Pude haber empleado esas horas de dedicación al ajedrez en otras cosas más interesantes, productivas o placenteras; pero el pasado no se puede cambiar y lo asumo con un sentimiento de nostalgia por la juventud que se fue, pero sin ninguna amargura, porque como exjugador de ajedrez-más aún, precisamente por ello-soy muy consciente de que cualquier mínimo cambio de una jugada en una partida puede llevarnos a variantes y posiciones muy diferentes—una demostración práctica en un sistema dinámico y complejo, como el ajedrez, de la teoría del caos y el efecto mariposa de Lorenz (“el aleteo de una mariposa, en un momento dado, puede alterar a largo plazo una secuencia de acontecimientos de inmensa magnitud”). Decía el filósofo Dilthey que “La vida es una misteriosa trama de azar, destino y carácter” que hay que entender “como un todo, donde sus partes están en conexión y solo cobran sentido en esa relación”. En mi caso si yo no hubiese jugado al ajedrez de niño probablemente mi situación personal seria actualmente muy diferente: no habría sido atraído por el excepcional ambiente ajedrecístico de Las Palmas de Gran Canaria; quizá hubiese obtenido en un concurso de traslados una plaza de Arquitecto de Hacienda en la Península hace muchos años, y, casi con seguridad, no hubiese conocido nunca a mi maravillosa mujer, la gran poeta en lengua inglesa María Castro Domínguez nacida en Inglaterra de padres canarios, y no tendríamos tres hijos esplendidos, Pablo, Jacobo y Juan Antonio, de los que estamos tan orgullosos….Al final te das cuenta de que eres un aficionado, que da igual que ganes a tus amigos Domínguez o Lezcano o que ellos te ganen a ti, y que es mejor invertir el tiempo en el aprendizaje de nuevas materias, en la lectura… Me matriculé en derecho en la UNED en 1990 y saqué la carrera. A veces me equivocaba de botón en el ascensor y aparecía en el club de ajedrez, que estaba en el mismo edificio, como bien sabes.
La vida nos alejó en esas décadas, porque él, errores de ascensor aparte, ya no visitaba el club de ajedrez mucho ni yo frecuentaba el parque Santa Catalina, donde él sí siguió jugando partidas amistosas como colofón de sus paseos vespertinos. Sin embargo, mi idea de escribir un libro de historia del ajedrez local nos volvió a unir hace pocos años. Fijamos la cita en las terrazas del hotel Santa Catalina, precisamente, y Juan Antonio se comportó como siempre con cercanía y afabilidad. Me facilitó cuanta información pudo localizar. Cambiamos anécdotas y recuerdos. Pero me confesó que estaba bastante enfermo, y las siguientes veces se excusó de acudir personalmente, encargando la tarea a su esposa. María cumplió eficazmente el encargo, facilitándome todo tipo de archivos, y de esas conversaciones en las mismas terrazas del hotel surgió la extensión de la amistad a la propia María. La primera vez me sorprendió su fuerte acento británico, hasta que me explicó que su idioma natal era el inglés, ya que había nacido y vivido en Londres muchos años. María es una destacada poeta en ese idioma, con numerosos premios y publicaciones, y nuestras conversaciones fluyeron, como sucedía con Juan Antonio, desde el ajedrez a la literatura. Pude conocer entonces, en el trato directo, la profundidad, cálida inteligencia y enorme sencillez de María.
Con Juan Antonio continué conversando también, pero ya sólo por correo electrónico. Le pedí que compusiera un prólogo para mi libro de historia del ajedrez, y escribió con mimo, con esa búsqueda de la obra bien hecha que le caracterizaba, no uno, sino dos. El más general permaneció inédito, y ahora quiero ofrecerlo aquí, como póstumo homenaje al amigo que se fue.
La última vez que pude ver a Juan Antonio fue a principios de 2017, en la presentación del libro de su esposa, “A face in the crowd”, “Un rostro en la multitud” en la librería Canaima. Nos dijimos adiós en la salida del acto, sin saber que nunca nos volveríamos a ver. La enfermedad de Juan Antonio se agravó. María estuvo todo el tiempo a su lado, indesmayable.
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Maria Castro presenta su libro de poemas, en primera
fila a la izquierda Juan Antonio Valcácel
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Al nacer debemos ya la vida. Sólo podemos aspirar, antes de saldar la
deuda, a ser, como expresa el título de María Castro, un rostro visible entre
el anonimato. Sin duda Juan Antonio ha dejado esa huella indeleble entre
nosotros. En los años 70 Juan Antonio, que era también buen músico, cantaba a
menudo una canción cubana de Carlos Puebla con cuyo título quiero despedirme
del amigo hasta la eternidad: “Hasta siempre, comandante”.
“Aquí se queda la clara,
La entrañable transparencia,
De tu querida presencia…”
Para mayores detalles de su trayectoria ajedrecística puede consultarse en este mismo blog el texto que escribí con el propio Juan Antonio Valcárcel en 2018: https://nemogc.blogspot.com/2018/08/galeria-ajedrecistas-grancanarios-juan.html
En ese texto podemos encontrar varias fotografías suyas. No obstante, María Castro, su esposa, y su hijo Jacobo, me han cedido algunas especialmente para este artículo memorial, lo que le agradezco enormemente.
Bent Larsen y Juan Antonio, posiblemente simultánea en 1970-71 |
Con el rumano Georghiu, en el I Internacional Las Palmas 1972 |
Con Larsen probablemente simultánea de 1970-71 |
Con Smyslov I internacional Las Palmas 1972 |
Juan Antonio con su esposa María Castro, fecha ignorada, posiblemente fines de los 70 |
2. Jacobo Valcárcel Castro.-
Jacobo es jurista, profesor y escritor. Me ha remitido este texto excelente de recuerdo de la faceta ajedrecística de su padre.
SOMOS JUGADORES
“Todo el mundo es un escenario, y todos los hombres y mujeres son meros actores” (“Como gustéis” Shakespeare). “All the world's a stage, And all the men and women merely players” “As you like it”. En inglés la palabra es player. Player es igualmente jugador. El juego es muchas cosas: deporte, ciencia, arte… Una diversión, también. Los ajedrecistas se sientan y batallan contra el reloj. Luchan contra el tiempo. Sienten el entusiasmo del calculo matemático, el placer de crear un nuevo o viejo plan que da la victoria. La belleza de la combinación o el engaño de la celada. Son los directores de una película con sus constantes cuadros en movimiento hasta llegar al último fotograma-diagrama. Muchas de sus partidas son un ejercicio de compás posicional, una labor de escuadra y cartabón, donde las piezas se mueven armoniosamente para alcanzar la meta deseada. El juego es lógica, caos, engaño y magia.
Tarrasch, campeón del mundo de ajedrez, enseñaba a un amateur a pensar como un gran maestro -lo hizo en el libro “Trescientas partidas de ajedrez”-. Todos podemos aprender a mejorar en la vida en cualquier disciplina y esa fue su gran lección.
Creo que la mayor cualidad de este deporte es que te obliga a respetar a tu adversario, porque si te despistas el “aparente” peor gana al mejor. En muchos aspectos, te fuerza a ser mejor ser humano.
Cualquiera que haya asistido a una partida de cinco minutos, se queda boquiabierto por su espectacularidad. Cuando era pequeño, solía ver jugar a Juan Antonio Valcárcel -mi padre- y me quedaba asombrado de que pudiese ganar a tantos jugadores. Uno deseaba hacer lo mismo. Los movimientos ejercían un magnetismo insuperable. Quería saber el misterio detrás de las jugadas. El secreto del triunfo del arquitecto.
Además, él era capaz de tener una buena conversación que llenaba el vacío del alma y alimentaba el espíritu. Cuando una persona es capaz de hacer eso, el hastío vital, el spleen desaparece. Uno sale del aburrimiento, aprende y trata de usar ese conocimiento para la vida. En muchas ocasiones, es difícil encontrar gente que lo consiga y este sí era el caso. Las personas tememos perder el tiempo y aquí se ganaba. Como dice el dicho: “El saber no ocupa lugar”. Él admiraba a Borges y sus cuentos llenos de juegos, espejos, reflejos. Al recrear sus partidas y sus charlas, vivo con él y está presente.
Juan Antonio Valcárcel es una persona quijotesca, buscador de un ideal. Un intelectual que quería encontrar la verdad de las cosas que esconde la vida. Todos participamos en “El gran teatro del mundo” que decía Calderón. Séneca decía: “La vida es drama, donde importa no cuánto duró, sino cómo se representó.” La gente lo recuerda con estima y me siento orgulloso de todo lo que sigo aprendiendo junto a él a través de los libros.
Agradezco a Ricardo Moyano -juez, escritor y ajedrecista- su humanidad, empatía y aprecio.
3. Pablo Valcárcel Castro.- Pablo Valcárcel es también profesor y escritor. Me ha remitido este texto magnífico también sobre la relación de su padre con el ajedrez.
3. Pablo Valcárcel Castro.- Pablo Valcárcel es también profesor y escritor. Me ha remitido este texto magnífico también sobre la relación de su padre con el ajedrez.
Juan Antonio Valcárcel aprendió a jugar al ajedrez en el colegio, pero fue en las salas de las biblilotecas donde encontró sus maestros. En sus frecuentes visitas a la Biblioteca Nacional y la (ahora desaparecida) Biblioteca Washington Irving de la Embajada Americana descubrió a los libros de Nimzowitch y Reti, y las partidas de Alekhine y Capablanca. Ellos fueron quienes le revelaron las verdadades profundas que el juego guardaba para él.
Los escaques dibujaron en sus ojos un mundo sublime, capaz de conciliar belleza y justicia. Un mundo en el que la creatividad podía triunfar sobre la fuerza bruta y en el que la valentía de un sacrificio podía imponerse al número más más temible.
Aunque sin duda, la competición le trajo al mundo ajedrecístico y le regaló muchos gozos, fue esta naturaleza sublime del juego la que le hizo quedarse en él, e incluso le ayudó a definir su
raison d'être.
Vivió dedicado a la arquitectura, una disciplina que, cómo el ajedrez, conciliaba la verdad de la ciencia y la belleza del arte. Y su carrera profesional fue una búsqueda constante de estos ideales, inspirada a partes iguales por Mikhail Tal y Frank Lloyd Wright.
Pero nunca dejó el tablero. Incluso en la vejez, el ajedrez fue su compañero fiel, la caja de resonancia en la que podía hacer sonar las armonías de su mente clara cuando la voz había comenzado a flaquearle.
Ante las frustraciones de un mundo imperfecto y caprichoso, el ajedrez se mantuvo hasta el fin como un consuelo vital, una tabla de salvación a la que podía aferrarse el hombre cuerdo. Esta forma de entender el juego, como inspiración en una búsqueda sin término
de lo ideal, es uno de los legados que nos deja a todos los que tuvimos el placer de conocerle, amarle y jugar con él.
4. Juan Valcárcel Castro (texto en facebook reproducido con autorización):
"Mi padre falleció hace tres semanas mientras yo estaba en Nueva Zelanda. Uno de mis mejores recuerdos con él fue ver hace 19 años El Señor de los Anillos en sus días de estreno (que fue filmado en Nueva Zelanda). Estar a su alrededor siempre significó un momento de sabiduría, me iluminó con su inmensa curiosidad y conocimiento ilimitado sobre cualquier tema. Él siempre fue una enciclopedia abierta, listo para hablar más o menos sobre cualquier tema, sabiendo mucho más de lo que esperaba que nadie pudiera saber. Él y mi madre provocaron un deseo de viajar por el mundo y lo compartieron conmigo; su manera inquieta y energética de descubrir cualquier cosa que respirara cultura.
Mis últimas palabras con él fueron algo tan mundano como los impuestos, era un asesor, un abogado, un guía espiritual y un refugio.
Fue un gran jugador de ajedrez, un arquitecto, un músico de piano y ávido lector de libros entre otras cosas, su ética de trabajo y sus virtudes dieron forma a mi desarrollo moral y una gran parte de mi vida de la que estoy orgulloso. Muchas historias aún estaban por compartir, palabras por decir y cosas por hacer, pero estoy convencido de que habrá tiempo para eso."
5. Texto dedicado por Juan Antonio Valcárcel a su esposa (reproducido con autorización):
INGLESES FRANCESES ESPAÑOLES
"Para tí, María, recuerdo y presencia.
En tí reencontré el sentido de las cosas.
Juntos las inventaremos.
Como nuestros padres,
crearemos la lengua,
las palabras nuevas para decirlas.
Tu inglés y mi español en el pasado
francés, ¿qué importa?
Nuestra lengua será nuestra y
llamaremos al mundo con nuestros nombres.
Juan Antonio."
Los escaques dibujaron en sus ojos un mundo sublime, capaz de conciliar belleza y justicia. Un mundo en el que la creatividad podía triunfar sobre la fuerza bruta y en el que la valentía de un sacrificio podía imponerse al número más más temible.
Aunque sin duda, la competición le trajo al mundo ajedrecístico y le regaló muchos gozos, fue esta naturaleza sublime del juego la que le hizo quedarse en él, e incluso le ayudó a definir su
raison d'être.
Vivió dedicado a la arquitectura, una disciplina que, cómo el ajedrez, conciliaba la verdad de la ciencia y la belleza del arte. Y su carrera profesional fue una búsqueda constante de estos ideales, inspirada a partes iguales por Mikhail Tal y Frank Lloyd Wright.
Pero nunca dejó el tablero. Incluso en la vejez, el ajedrez fue su compañero fiel, la caja de resonancia en la que podía hacer sonar las armonías de su mente clara cuando la voz había comenzado a flaquearle.
Ante las frustraciones de un mundo imperfecto y caprichoso, el ajedrez se mantuvo hasta el fin como un consuelo vital, una tabla de salvación a la que podía aferrarse el hombre cuerdo. Esta forma de entender el juego, como inspiración en una búsqueda sin término
de lo ideal, es uno de los legados que nos deja a todos los que tuvimos el placer de conocerle, amarle y jugar con él.
4. Juan Valcárcel Castro (texto en facebook reproducido con autorización):
"Mi padre falleció hace tres semanas mientras yo estaba en Nueva Zelanda. Uno de mis mejores recuerdos con él fue ver hace 19 años El Señor de los Anillos en sus días de estreno (que fue filmado en Nueva Zelanda). Estar a su alrededor siempre significó un momento de sabiduría, me iluminó con su inmensa curiosidad y conocimiento ilimitado sobre cualquier tema. Él siempre fue una enciclopedia abierta, listo para hablar más o menos sobre cualquier tema, sabiendo mucho más de lo que esperaba que nadie pudiera saber. Él y mi madre provocaron un deseo de viajar por el mundo y lo compartieron conmigo; su manera inquieta y energética de descubrir cualquier cosa que respirara cultura.
Mis últimas palabras con él fueron algo tan mundano como los impuestos, era un asesor, un abogado, un guía espiritual y un refugio.
Fue un gran jugador de ajedrez, un arquitecto, un músico de piano y ávido lector de libros entre otras cosas, su ética de trabajo y sus virtudes dieron forma a mi desarrollo moral y una gran parte de mi vida de la que estoy orgulloso. Muchas historias aún estaban por compartir, palabras por decir y cosas por hacer, pero estoy convencido de que habrá tiempo para eso."
5. Texto dedicado por Juan Antonio Valcárcel a su esposa (reproducido con autorización):
INGLESES FRANCESES ESPAÑOLES
"Para tí, María, recuerdo y presencia.
En tí reencontré el sentido de las cosas.
Juntos las inventaremos.
Como nuestros padres,
crearemos la lengua,
las palabras nuevas para decirlas.
Tu inglés y mi español en el pasado
francés, ¿qué importa?
Nuestra lengua será nuestra y
llamaremos al mundo con nuestros nombres.
Juan Antonio."
ANEXO
1.PROLOGO INEDITO DE JUAN ANTONIO VALCARCEL (2015) para el libro “El juego de nuestras vidas” de Ricardo Moyano García (volumen 1).
Durante los años setenta y ochenta del siglo pasado se produjo en Gran Canaria —una pequeña isla en el Atlántico, que hasta entonces carecía de tradición ajedrecística—un auge extraordinario de la afición al ajedrez. Se organizaron varias competiciones internacionales de altísimo nivel —incluso un “interzonal” clasificatorio para el campeonato mundial—, en los que —salvo Keres, Fischer y Botvinnik — participaron todos los que en ese momento eran los mejores ajedrecistas del mundo. Gentes que lo desconocían por completo se interesaron de repente por ese difícil juego y muchos de ellos se dedicaron luego “a la ridícula empresa de acorralar sobre un tablero de madera a un rey también de madera”, en palabras del narrador de Die Schachnovelle de Stefan Zweig.
Estos acontecimientos sorprendentes merecían encontrar un cronista de la categoría de Ricardo Moyano, magistrado de la Audiencia Provincial de Las Palmas, que ya había acreditado antes su capacidad como investigador en su monumental historia del grupo musical Burning. Veneno del rock. (Milenio 2010). Moyano es, además, un ajedrecista de primer nivel — acostumbrado como tal a analizar las múltiples alternativas que se presentan durante una partida y diferenciar lo esencial de lo accidental —, y ha sabido buscar y elegir, en la nube de las hemerotecas e internet, los hitos históricos más significativos que ha contrastado, mediante entrevistas personales, con varios de los protagonistas de esta historia coral.
Ricardo ha construido con ellos la microhistoria de ese boom ajedrecístico; una novela poblada por unos personajes singulares, los “locos por el ajedrez”; y el relato de sus aventuras —la de sus vidas individuales, los torneos que jugaron y la de sus asociaciones y estructuras federativas—, se entreteje, inevitablemente, con la vida tradicional de otros seres sin historia en una ciudad y una época que ya no existen pero que reviven ante nosotros.
Vemos la odisea de sus pioneros, apenas una decena de ajedrecistas, deambulando por Las Palmas de Gran Canaria en busca de espacios, físicos y sociales, para practicar su juego y asistimos a la evolución de sus lugares de reunión: desde su “prehistoria” al aire libre en la playa de las Canteras, bajo la carpa del kiosco en el parque San Telmo (a la federación de ajedrez la llamaban "circense" por ello) y en el bar Fabelo en la calle Bravo Murillo— en el tiempo de silencio de los años cuarenta y cincuenta —, hasta conseguir una habitación propia: el primer club de ajedrez de la Caja Insular de Ahorros en la calle Terrero — cuando llegó el turismo de masas al final de los sesenta —, y el esplendor posterior de los grandes torneos en el Hotel Santa Catalina en los setenta.
A través de las peripecias personales de varios jugadores — Luis Martín Estupiñán, que tuvo que “hacer las Américas”, emigrar, como muchos canarios (Nota: En un email pregunté a Juan Antonio si había conocido a los jugadores históricos canarios, y me respondió que con Luis Martín Estupiñán había jugado varias partidas amistosas en la arena de la playa de Las Canteras, que era el hábitat natural de Luis), Pepe “el chófer”, Ramón García “el cambullonero”, los de la “iglesia cubana” —, vislumbramos la sociedad de la época en los primeros años de la postguerra; hasta que la llegada del nadador francés, y después entusiasta ajedrecista, Pierre Dumesnil, nos enseña cómo era la vida de la burguesía isleña a mediados de los cincuenta. Y las dos visitas turísticas del británico William Fairhurst, ingeniero de caminos, célebre por sus puentes, y maestro internacional de ajedrez, en 1960 y en 1967, nos acercan al conocimiento de los miembros de la colonia inglesa —como su amigo Mister Pavillard —, y otros, Tomás Miller, Alfredo L.Jones y David J. Leacock, que dan nombre a calles importantes de la capital y del municipio de Guía.
Desde el punto de vista ajedrecístico Moyano comenta varias partidas, que nos ayudan a intuir los orígenes de la vocación ajedrecística y cómo la personalidad individual de cada jugador se refleja en su estilo de juego, prototipos de las cuales serían Sagaseta, Pírez y Lezcano.
Personalmente creo que el secreto de la fascinación del ajedrez está en sus reglas de juego, en las que ha cristalizado un modelo arcaico, medieval, de la guerra entre dos ejércitos, con sus señores feudales y reyes a la cabeza, pero en la que un simple soldado podía ser ennoblecido si daba pruebas extraordinarias de valor. El resultado de su evolución milenaria fue un juego “extraño”, de gran complejidad y contradictorio: “racional” porque, como en toda lucha, hay que procurar capturar sistemáticamente las piezas del enemigo; “sobrenatural” porque los humildes peones, el “alma del ajedrez”, si no mueren en su camino sin retorno hacia la última fila, se reencarnan al alcanzarla en cualquier otra figura—como el extravagante caballo, cuya coz entonces puede ser decisiva—. Un juego “extraño” porque, además, a diferencia de otros juegos materialistas, un jugador puede entregar, o perder, casi todas sus piezas y ganar, sin embargo, la partida si da jaque mate al rey contrario; o, aún más raro, salvarse in extremis con “tablas” — un caballeresco empate que se le concede — si su rey se encuentra encerrado sin estar en jaque, “ahogado”, sin poder hacer ninguna jugada legal.
Como consecuencia de su barroquismo las sorpresas acechan constantemente a los jugadores, obligados a una atención permanente: en cualquier momento del juego, en plena batalla de planes estratégicos posicionales, puede surgir lo fantástico: las piezas desvelan, inesperadamente, el fulgor oculto tras el simbolismo de sus formas; durante un instante algunas amenazadas de captura se sacrifican, quedan en el aire, y— como un sortilegio— , crean de la nada milagros tácticos, combinaciones espectaculares que rematan, o destruyen, todo lo que parecía estable. Por eso Marcel Duchamp — que demostró, al convertir un urinario en una fuente, que lo artístico no reside en el objeto sino en lo que se puede hacer con él—se enamoró del ajedrez y pudo decir: “No todos los artistas son jugadores de ajedrez, pero todos los jugadores de ajedrez son artistas”; porque todos ellos pueden descubrir nuevas ideas estratégicas, excepciones a las reglas y excepciones a las excepciones.
Es comprensible, por tanto — y encaja dentro de la descripción que nos hace Moyano de sus respectivas personalidades —, que Sagaseta, el amante de la revolución, admirase el estilo revolucionario del campeón mundial Tahl, y buscase en el ajedrez la tensión y el placer de los golpes tácticos inesperados que dan un vuelco repentino al juego; que Pírez plantease, en cambio, largas batallas posicionales; y que Lezcano, más escéptico, prefiriese la contemplación de la armonía del juego a su práctica y le gustasen los finales de partida en los que, con menos piezas en el tablero, las perspectivas son más claras.
Es también natural que los locales de juego fuesen remansos de paz, en los que, “moviendo madera” en partidas informales, se olvidaban las preocupaciones de la vida cotidiana— como dice Moyano: “Aquí solo hay amigos, fraternidad de iguales, gens una sumus" (somos una familia), el lema de la Federación Internacional de Ajedrez —. La búsqueda del placer de la creación intelectual unía a todos los jugadores en la común obsesión por un juego que permite la sensación de que el único tiempo que transcurre es el de la partida, y obliga al respeto mutuo de todos los jugadores, desde el más destacado gran maestro hasta el que empieza a mover las piezas. Eran irrelevantes la clase social, la posición económica, la profesión y la ideología política, porque a todos ellos solo les interesaba, realmente, la biografía ajedrecística de sus rivales, su estilo de juego, las aperturas que practicaba.
Estas virtudes lúdicas y terapéuticas del ajedrez no explican, sin embargo, por si solas, el boom del ajedrez grancanario; una historia de éxito compartido que constituye, a mi juicio, la prueba de que un grupo de personas decididas puede transformar una sociedad; aunque, solo si, como en este caso, además de un sustrato previo — una base de jugadores con talento creativo — hay unas circunstancias propicias — Ángel Fernández campeón de España en 1967, la llegada a la isla de Larsen en 1969 y el triunfo de Fischer en 1972—.
El “boom” ajedrecístico grancanario fue, una gran empresa colectiva, como el contemporáneo de la novela latinoamericana; pero que — al igual que esta sin Carmen Balcells — no hubiese podido existir sin tres pilares esenciales: el impulso de Juan Marrero Portugués (asesorado por Dumesnil y Lezcano) con el apoyo económico de la Caja de Ahorros de la que era director gerente; la extraordinaria capacidad organizativa del secretario de la Federación Juan Rafael Betancor y una hábil labor de divulgación en la prensa de Andrés Armas, “Menroco”, que popularizó el juego y convirtió en héroes dignos de imitar a los mejores jugadores locales. Ellos supieron “crear intereses”, conseguir que varios grupos de personas muy diferentes obtuviesen beneficios y todos ganasen algo con la expansión del juego:
a) Los que colaboraban en la misión de organizar y publicitar el trabajo creativo de los ajedrecistas: directivos, federativos, organizadores, comentaristas, periodistas, fotógrafos, corresponsales, etc., porque recibían, a cambio, algún tipo de compensación económica, presente o futura, o de otro tipo: creían en las virtudes formativas del ajedrez, prestigio social, etc.
b) Los aficionados al ajedrez, cuyo número creció enormemente, al llevar el juego a los colegios y ofrecerles oportunidades, incluso profesionales y hasta entonces impensables, para desarrollar sus facultades; y estímulos que halagaban su orgullo o su vanidad — la prensa los mitificaba como héroes deportivos y se les pedían autógrafos en los torneos —.
c) La masa a la que se brindaba una nueva diversión para intentar convertirlos a la pasión del ajedrez. Además de los parientes y amigos de los jugadores y organizadores, una multitud de simples curiosos — la mayoría hombres, aunque había muchas mujeres — descubrió, con asombro, que el mundo del ajedrez tenía un glamour misterioso; muchos ni sabían jugar, pero asistían a las tardes de ajedrez en el Hotel Santa Catalina— como podían haber ido a ver una ópera muda o una obra de teatro en un idioma extraño—, a observar el aspecto, los movimientos y los gestos de los jugadores, que, para ellos, eran estrellas; la gran sala se llenaba de gente, especialmente al caer la tarde, ávida de presenciar la tensión y el sufrimiento de los jugadores en los apuros de tiempo, mientras se esforzaban por comprender lo que estaba pasando en la partida reflejado en los grandes tableros murales y el final dramático de algunas de ellas. Todos los asistentes contribuían al colorido de los torneos y formaban parte de la civilización del espectáculo: como en los entreactos de una función— cuchicheando en este caso—, la curiosidad se extendía igualmente a las acompañantes de los jugadores: el contraste espectacular entre el holandés Timman, con su melena rubia casi albina y su novia indonesia negra; la amiga checoeslovaca del inglés Harston que volvió al año siguiente con otro inglés Miles; la protectora mujer argentina del danés Larsen; la enérgica novia del exiliado ruso Korchnoi.
Tenemos que agradecer a Ricardo Moyano que haya rescatado del olvido esta gran aventura colectiva que significó la expansión del ajedrez en Gran Canaria; y, en particular, todos los que participamos de algún modo en ella, que nos haya reservado, al menos, un “mísero rincón de inmortalidad en los perdidos renglones de un libro de ajedrez” —en frase de la novela de Zweig —.Por su parte el doctor en medicina y gran maestro del ajedrez Siegbert Tarrasch escribió que “El ajedrez, como el amor, como la música, tiene la virtud de hacer felices a los hombres”. Creo que las buenas historias sobre el ajedrez—pero no solo sobre el ajedrez—, como esta de Moyano, también pueden contribuir a su felicidad.
Nota: En el volumen I del libro puede consultarse el prólogo finalmente redactado para la época 1955-1970 por Juan Antonio Valcárcel.
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