He regresado de la isla de Hierro. Y he vuelto a ver al Solitario. El confinamiento ha terminado, pero no eso que llaman “la nueva normalidad”: mascarillas, distancia y distanciamiento, miedo. Ha fallecido tanta gente, sobre todo en la edad del solitario, que noto la retranca en sus ojos oscuros y vivaces. Tomamos un té en la nueva terraza del Hotel Santa Catalina, y no nos damos ni un apretón de manos. El camarero luce una enorme máscara con filtro. Se supone que la calidad del establecimiento se mide ahora en esas cosas.
-Nos volveremos más clasistas, joven, los pobres serán más apestados, que viene de peste, precisamente: tendrán eso que ahora se llama mayor carga vírica. Lo veo venir. Un amigo suramericano me dice estos días que allí, simplemente, dejan morir a los ancianos “de mengua”. Terrible expresión. Aquí sucedió en buena parte en las residencias: que se mueran despacito, que se vayan menguando sin hacer ruido.
Pero el Solitario mira hacia las mesas de la terraza, y cambia de tercio de repente. Como si quisiera espantar los malos espíritus, se remonta en el curso del río.
-Quizá he sido demasiado pesimista, joven. El futuro siempre es incierto. Pero, como alternativa, el pasado siempre está ahí, intacto.
Y si no nos convence, siempre podemos reconstruirlo un poco. Quién no recuerda la universidad, la primera juventud, el olor del cabello de aquella muchacha, o al menos el del porro que se fumaba. Era poeta. Hablo de principios de los años 70, y aún vivía el general, por supuesto. La facultad estaba llena de carteles protesta, unos largos panfletos en papel de envolver paquetes que no leía nadie, y que hablaban del revisionismo trotskista y maoísta, y del “calvijefe” capitalista que iba por las noches a llevarse la caja del bar universitario. Para mí que esos carteles los confeccionaba un camarero, porque tenían obsesión con aquel hombre, el “calvijefe”. Lo demás era música y sueños de libertad.
-El California dreaming tardío de la Celtiberia, vamos.
-Más tarde que los yanquis, sí, pero en todo caso sucedió antes de mis tiempos de Formentera, que ya le conté. Veinte años escasos, campus universitario en Tenerife, toda la vida por delante. El dictador había expulsado de la península, de forma más o menos discreta, a una serie de profesores díscolos, no necesariamente izquierdistas. Así que Canarias se había convertido en una especie de refugio crítico. Aunque la larga mano de los grises también llegaba aquí, y el inspector Matute se hizo célebre por las palizas que daba, el campus era tierra sagrada, donde nadie podía entrar sin permiso del rector, que no solía darlo. Una vez lo hizo, años después, y mataron a un estudiante. Yo creo que el rector se arrepintió toda la vida. Pero esa es otra historia.
-Y usted prefiere hablar de los porros y de la poeta morena.
El solitario aspiraba el recuerdo como debió impregnarse entonces de aquellas noches de marihuana y sexo. Supongo. O con más intensidad, incluso.
-Cuénteme detalles, Solitario.
-Impartían docencia en sociología, psicología y derecho grandes capos de la progresía de entonces. Alguno era comunista, como Escohotado -el hermano discreto del más célebre, que ha defendido las drogas en tiempos recientes-, otros de pensamiento lógico, como Javier Muguerza, otros una especie de falangistas sociales, como Francisco Hernández Rubio, o liberales demócratas con influencias marxistas, como Felipe González Vicén. Todos caían en el mismo fango para la dictadura. Pero aunque bajo la etiqueta común de inoclastas, eran muy contradictorios entre sí. Vicén, cátedro de filosofía del derecho, impartía las clases de etiqueta absoluta, y exigía a los alumnos la misma regla, chaqueta y corbata los caballeros, falda decente las señoritas; aplicaba la máxima de Gracián, sus clases duraban apenas veinte minutos de brutal intensidad filosófica, eso sí, y había que correr para tomar los apuntes. Tradujo al español "El principio esperanza" del marxista alemán Bloch, y la esperanza de sus alumnos era superar la difícil asignatura. D. Francisco Hernández Rubio en cambio iba en vaqueros y jerseys de lana, y sus clases eran larguísimas y a veces tan poco inteligibles como su oscura voz. Decía que en una dictadura era imposible que existiera derecho constitucional, así que en vez de las leyes fundamentales de Franco nos explicaba antropología social, y se quedaba tan fresco con aquellas charlas descacharrantes sobre monos comedores de cerebros que habían conformado las primitivas sociedades humanas. Un catedrático entonces era dios en una universidad, por muy rojo y perseguido que fuera. O incluso más que los del régimen, por la aureola maldita que les rodeaba. Pero en realidad ninguno de ellos se juntaba demasiado con nosotros, la plebe. Eso quedaba para los célebres “penenes”, expuestos cada año al despido si caían en desgracia para la cátedra. Las excentricidades de Hernández Rubio, sobre todo, eran conocidas en toda la isla. Una vez se presentó en el selecto casino con dos meretrices. “Por favor, don José María, no entre aquí con esas damas de dudosa reputación” le dijo el conserje con suavidad. “Disculpe usted, de reputación dudosa son todas las señoras que están dentro; estas son putas”.
Me río. Y el solitario aprovecha para beberse media taza de te, y resopla acusando el líquido hirviente todavía.
-En la facultad merodeaban los personajes curiosos también en los estudiantes. Uno, Luis, vivía en una comuna anarquista, era muy guapo, y venía de vez en cuando a encender a las masas con sus camisas negras y fulares rojos; anunciarba la abolición inminente del Estado. Por lo visto el padre era empresario y le mandaba un cheque mensual que le liberaba de la necesidad de estudiar. Con esa planta y esa labia, ligar para él era como respirar. Cada vez retornaba a la comuna con alguna chica que levitaba a su rastro. No se si la compartiría o si ella se dejaría compartir.
-¿Y la poeta?
-Esa no era de las de Luis, tenía mucha personalidad. La poeta era muy buena, y lo estaba. Me pasó el canuto directamente de sus labios húmedos, carnosos...
-No se acelere. Era por la tarde, sonaba Pink Floyd. Ummagumma, Atom heart mother, todos aquellos extravíos psicodélicos setenteros que no llevaban a ninguna parte, pero ¿acaso han llevado a algún lado los otros?. A oficinas con ventiladores ruidosos o despachos de turno de oficio. El teclista de los Floyd era mi preferido, siempre fui raro; usaba patrones armónicos hindúes, por cierto. Eso sí, nosotros nunca llegamos a Goa, la adormidera y el sitar; nos bastaba con el hachís del moro, que estaba más cerca. La mayoría de las chicas en realidad estaban en residencias femeninas de estricto acceso y comportamiento, así que las más liberales vivían en pisos o en el caso de las residentes, eran ellas las que visitaban los colegios mayores masculinos, donde había más depravación de las costumbres.
-¿Y donde vivía la poeta rubia?
-En un piso, con su hermana, tan blonda y bella como ella, y tan arisca. Pero ambas vinieron una vez a la fiesta. Una de esas reuniones polifacéticas que se organizaban en la bohemia, mezcla de teatro de vanguardia, lectura poética, audición musical, fumadero…
-Tendría que definir sexo. Si se refiere a la cama, tanto no. Arrumacos y besos en la oscuridad, sí. A consumar en su caso se iba a los pisos o los colegios masculinos, o las pensiones infames como en la que yo viví dos años. Tenía su ventaja. En camastros estrechos tenía más encanto rematar la jugada.
-Y la poeta nórdica leyó en la fiesta sus delirios rosas.
-Más de uno. No eran psicodélicos, propiamente. Más bien intimistas. Hablaba de cosas raras, de helechos arborescentes, dolor transcendido, luz irisal, tigres en llamas, esas metáforas que se escriben para el propio aliento y para el propio ego. La aplaudíamos a rabiar, por supuesto. Charlot se llamaba el pub, el antro de esa fiesta, que llevaba un calvijefe diferente, un argentino peronista y gay. Pero la poeta pálida no era habitual de ese garito. Declamaba más en otras ágoras menos mugrientas, incluso las oficiales organizadas por el rectorado en el paraninfo. Pero sí, fue esa vez cuando me pasó el porro desde sus propios labios carnosos, si es lo que quiere saber. Hoy, con la pandemia, no se podría.
-¿Y sólo hubo ese intercambio, o pasaron a mayores, solitario?
-Le quita usted todo el encanto a la seducción humana, joven. Ese día, como dice el dicho, ella caló el chapeo, requirió la espada, fuese… y no hubo nada. Pero otra vez visité la casa de las dos hermanas para llevarles un libro de poemas de Félix Francisco Casanova, "El invernadero", el poeta de moda que murió tres años después, con apenas veinte años. Ese día fui yo el que leí, y me invitaron a té moruno.
-¿Y cuando acabó la lectura?
-Cuando acabó la lectura la hermana dijo que tenía que marcharse a la facultad, y la poeta y yo fumamos un poco. Ella se levantó a quemar resina de sándalo en un braserillo y volvió al sofá. Llevaba un blusón sujetado al cuello, que dejaba al aire el brillo de sus hombros. Tenía los ojos glaucos. Los amantes, pero también los buenos amigos, joven, crean en su torno una burbuja, un espacio impenetrable que les protege del mundo exterior, con sus horrores o sus rutinas; y en esa burbuja se creen inmortales y eternos e inmortales, aunque sea quimera. Como dijo Salinas, son “esa corporeidad mortal y rosa/ donde el amor inventa un infinito”.
Y aquí calló el solitario. Por más que lo intenté, no quiso seguir el relato de sus andanzas caballerescas, y empezó a divagar preguntarme por mi confinamiento en el Hierro, por el hotelito donde cumplí la comisión de servicio, por el dragón Tagoro, el volcán adolescente que aviva su fuego desde el mar de La Restinga, de vez en cuando.
-También apareció flotando un notario en el mar de Hierro hace poco -apostilla el solitario-. Ya ve, haciendo submarinismo, buscando peces de colores y corales. La muerte ronda en cualquier parte, en el momento de la mayor belleza, no hacen falta virus. Dicen que la inmersión produce una borrachera abstemia. Es una muerte dulce, al menos.
-Se ha desviado, solitario. Dígame al menos que fue de la poeta musa.
-Siguió su vida, como todos...
Fue entonces precisamente cuando el camarero del hotel volvió con unas galletas y repuso la tetera. Nos dijo que estábamos invitados por una mesa lejana. Miré hacia allá, y una dama de cabello gris me sonreía. Vi que el solitario también estaba mirando. Y tuve una intuición, una certidumbre más bien.
-Sí, es ella, joven. Hará usted un buen juez instructor. La vi al entrar.
Pero el solitario no se levanta, y se limita a hacer un gesto de reconocimiento hacia la señora y su compaña, que yo imito.
-Fueron tiempos de mucha bohemia, aunque estudiábamos hasta quemarnos las pestañas. Por el paraninfo, junto a la joven poeta y algunos vates reputados de la isla, pasaron desde Mercedes Sosa con su poncho cantando Te recuerdo Amanda, hasta tríos franceses de jazz, y también músicos de la orquesta filarmónica que nos iniciaban en el dodecafonismo; nunca pasamos de la iniciación, eso sí. Luego, años después, aquellos formidables catedráticos críticos se jubilaron, y en su mayoría se quedaron a vivir en la isla, como barcos varados. Ya no tenía sentido el retorno, con o sin Franco. Hicieron familia, envejecieron, y las Canarias era un buen lugar ellos. Los penenes de entonces fueron los nuevos catedráticos, pero y luego alguno de nosotros. A los demás nos ha ido de muchos y diversos modos. Ella, la poeta, por ejemplo, si lo quiere saber, que supongo que sí, aún imparte clases de literatura en filología, y ha publicado muchos libros. Su esposo es banquero.
-Pues también parece un “calvijefe”. ¿Por qué no se levanta a saludar?
-Mira que es usted grosero.
-Vale. Bueno, a lo mejor ella un día escribe sus memorias y le cita, o le dedica un poema. Si es que no lo hizo ya...
El solitario me mira fijamente.
Qué buen relato. El hippismo en dictadura. Canarias pudo ser un paraíso un poco perdido. Enhorabuena y gracias por esta nueva historia
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