martes, 25 de febrero de 2020

Diario del joven y el solitario 15. Noche extraña en Praga

Diario del joven y el Solitario. 15. Noche extraña en Praga.

Ricardo Moyano. Febrero 2020.




El solitario y yo empezábamos el juego de hacer antítesis. “No hay nada más extraño que un barco en seco”, “Que un acordeón sin aire”,  “Que un cura ateo”,  “Que un iceberg en llamas…”. Paré allí la cuenta.

-¿Un iceberg en llamas existe, solitario?


-No se, pero es una bonita metáfora. Aunque si le echamos petróleo al hielo y le damos macho, como decimos en Canarias… todo puede arder, hasta las piedras. 

Pero aunque a veces hacíamos esos u otros juegos lingüísticos por pura diversión, el solitario había sacado el tema de la antítesis a cuenta de la soledad. De un tipo concreto de soledad, esa sensación de sentirte extraño en medio de una multitud, donde aparentemente estás más acompañado. Sólo aparentemente, claro. Todos conocemos el desamparo de la gran ciudad, voraz y ajena.



-Me ha sucedido varias veces, esa sensación de aislamiento en la jungla de asfalto, y a veces la he buscado a propósito. La solitud del que se aisla o incluso del que queda varado sin quererlo en una casa rural, en una jaima en el desierto, en un convento de monjes, es otra cosa. En medio de la masa anónima, el extrañado nada contra la corriente, como el salmón.

-Yo no lo he buscado nunca, solitario; pero también me ha sucedido en alguna gran urbe, en Madrid, en Barcelona, cuando te fallan los contactos…

-Pero si hablan tu idioma, o puedes entenderte por ejemplo en inglés, el solitario peripatético es otra cosa, hasta divertida. Recuerdo sin embargo, hace unos veranos, mi viaje a Praga, que fue la última vez que busqué de intención ese extrañamiento. Era un congreso profesional, pero de pronto me dio uno de esos prontos o vientos que me soplan a veces en la cabeza, me escapé de la sala de conferencias, y me abrí a la noche perfumada y bulliciosa de la ciudad checa. Sin embargo, esa vez no me detuve como hubiera sido común en el centro turístico, en torno al puente de Carlos y el castillo kafkiano del otro lado del Moldava. No. Me metí al azar en un tranvía vetusto y pequeño, de esos de la época del comunismo que han sobrevivido a Stalin y a la muerte del telón de acero, y me bajé en la última estación, en pleno y desolado extrarradio.



Me encogí de hombros, animándole a seguir. No tuve que esperar mucho. El solitario bebió del poleo que nos había servido la gentil camarera del mirador, y tiró de recuerdos.

-Había muy poca iluminación, tanto artificial como astral, porque era una noche brumosa, densa, de nubes bajas y lechosas. Solo quedábamos dos pasajeros en el ruidoso tranvía, el otro era una anciana enlutada que desapareció deprisa a mis espaldas tras lanzarme una mirada de sospecha. El conductor del tranvía se bajó para cambiar de dirección la máquina, y arrancó de inmediato. Oscuridad, silencio. Crucé los raíles hasta el otro lado de la calle, algo desorientado ya, que es el prólogo de esa sensación de estar perdido, o de estarlo realmente. Curiosa expresión, “estar perdido”, ¿verdad?. Puede significar tantas cosas, que la partida de ajedrez no tiene solución, que tu sueño de amor es imposible, que el canto de  la sirena te arrastra al mar, o que no sabes que va a ser de tí, de tu vida… Quizá en ese momento, en que arrastraba una fuerte crisis vivencial, yo tampoco lo sabía. Total, que dando pasos indecisos, me dejé llevar por unas voces que llegaban desde un callejón que estaba algo más encendido que la vía principal; para lo que no hacía falta mucho. Había allí dos bares, uno al lado del otro, y de uno de ellos colgaba un cartel de “vinoteka”, que fue lo que me decidió a entrar. 





Había mucho ambiente, muchas voces, y la barra del bar estaba casi llena, pero encontré aún un taburete libre. El camarero me interrogó primero con la mirada y luego en checo, y como no entendí nada, solo dije “Red wine, please”. Afirmó con la cabeza, pero siguió hablándome, y como yo seguía sin entender nada, repetí de nuevo, “Red wine, please”. Me dejó por imposible, pero apareció al poco con una buena copa de vino tinto, y cambió algunas pocas palabras en inglés: “Merlot, italian, a small cup”. “Ok, thanks”. Era un vino suave y dulce que me calentó enseguida la garganta. Porque a pesar de que estábamos a principios de julio, hacía bastante fresco. A mi lado quedó libre otro banco, en que se sentó enseguida un señor que se cubría la cabeza con un sombrero panamá. Hizo una inclinación con la cabeza, a la que correspondí. Pidió “pivo”, y le sirvieron una gran jarra de cerveza. Creo que esa palabra era la única que yo conocía en checo. Brindamos con los vasos, pero seguimos cada uno a lo nuestro, a nuestro "bebercio".



El solitario guardó silencio. Como vi seguía callado, hablé yo.

-¿Y qué más, solitario, como acaba la historia?

Pareció sorprenderse.

-Pero si ese es el final, o al menos el sentido de la historia. Ya le he dicho, la sensación de extrañeza. Qué más quiere. Todo el mundo hablaba alrededor mío, se reían, miraban algo que echaban en un televisor también, y yo estaba allí como un pulpo en un garaje, un iceberg en llamas.
-Eso sería cuando llevara ya sus buenas dos o tres copas de tinto.
-No lo dude. Pero si quiere, bueno, le sigo contando. El tipo del sombrero también seguía allí, igualmente callado. El debía entender todo lo que contaban, y no le interesaba. Yo no entendía nada, y seguro que me habría encantado saber un poco.
-O no. En todas partes es lo mismo, la gente habla del trabajo, de la política, de mujeres o de hombres…
-Lo cierto es que solo un momento salí del anonimato y del extrañamiento. Cuando un grupo de jóvenes me llamó a voces haciéndome gestos con las manos, para que me acercara. Fui con cierto temor, la verdad, pero sólo querían que les hiciera una foto con un móvil. Luego levantaron los pulgares en agradecimiento. “ok” “ok” Y más tarde sonó una canción latina en los altavoces del bar, una rumba, y la gente empezó a mover el cuello siguiendo el ritmo.
-Entonces se sintió usted menos solo.
-Qué va, al contrario. La fotografía y la canción agravaron mi desamparo, por el contraste. Pedí una nueva copa “small of red wine merlot”, y el hombre del sombrero seguía allí, con el rostro ya muy coloradote. Me llevaba sin duda unos vinos de ventaja. Brindamos de nuevo.
-¿Y cómo acabó la noche?
-Pues no quería reconocérselo, joven, pero lo admitiré: terminó como usted menos se imagina. No pude soportar la garrapata de la soledad. Saqué el móvil y pedí un chat a tres o cuatro amigos de España. Silencio. La primera que respondió, no antes de quince minutos, fue una chica a la que hace años que no veía. Me contó que estaba mal, porque hace poco se había divorciado. Antes había recibido incluso malos tratos. Estuvimos más de media hora de charla por ese aparatito del infierno. Mi excursión había fracasado, como ve. Estamos en manos del mundo orwelliano, del que sólo nos rescata lo mismo que a la vez nos condena, la tecnología.
-Moraleja, usted quería vivir en el pasado, pero tuvo que recurrir al futuro.
-Si usted lo dice, será así, ya que usted para mí es el futuro, joven.
-Pues no lo se. Para la siguiente generación también yo soy ya viejo. Y cada vez frecuento más los bares vintages. Mire este mismo bar del mirador, parece sacado del siglo XIX…

-Todos buscamos lo que no tenemos, supongo. Pero realmente la noche no acabó tampoco ahí. Guiándome por una aplicación de internet, al final encontré un club de jazz, uno de tantos que hay en esa ciudad maravillosa. El Agharta. Fue un gran concierto, con música de saxo, solos de batería, y aires de Nueva Orleans.




-Y se le pasó la sensación de extrañeza.
-No lo crea. El club estaba lleno de japoneses. Uno de ellos también tenía sombrero panamá, aunque lo dejaba durmiendo en las rodillas. Y me sonreía.

-Las antítesis ya no son lo que eran, solitario. Es fácil encontrarse un pingüino en el Sáhara.
-O un ciego vidente.
-O un iceberg en llamas.

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