domingo, 11 de agosto de 2019

Diario del joven y el solitario 13. El emperador del Sahara

Diario del joven y el solitario 13. El emperador del Sahara.



Ricardo Moyano. Agosto 2019.

El solitario y yo teníamos pendiente una charla sobre aquel famoso emperador del Sahara, Jacques Lebaudy, del que ya habíamos hablado antes. Yo quería preparar un trabajo para una exposición, y le pedí ayuda. El sabía del tema bastante más que yo, pero durante algunas semanas los dos nos dedicamos a leer todo lo que cayó en nuestras manos. Finalmente nos citamos en la tranquila biblioteca del Museo Canario. No había nadie esa tarde, y pudimos departir a gusto, aunque solo faltaba un rato para cerrar. Como siempre, el solitario llevó la voz cantante, porque aunque soy yo quien escribe este diario, realmente trata de sus confidencias y recuerdos. Y porque como él me dice algunas veces, él me superaba en “edad, dignidad y gobierno”. Así que, cuando el bibliotecario nos dejó a solas, nos remontamos a los orígenes del turismo en las islas.



-Pues es poco conocido-dijo el solitario-, pero antes de los años 1960, en que comenzó el turismo de masas en Canarias, ya había viajeros y turistas en las islas. Siempre tuvimos visitantes esporádicos, por mero ocio, para curar su salud en nuestro clima templado, o por razones científicas o culturales. Hasta los años 1960, también, los terrenos yermos de las costas no valían gran cosa, y fíjese ahora. El conde de la Vega poseía tierras desde los tiempos de los Reyes Católicos, que le hicieron, siglos después, otra vez millonario.
-Los ricos siempre tienen suerte. Juegan con mejores cartas. Pero vamos a hablar ya de Lebaudy, solitario; del emperador del Sahara.




-Siempre con sus prisas, joven. No se por qué los jóvenes siempre van corriendo a todas partes, cuando tienen mucho más tiempo por delante que nosotros. Quiza porque nosotros ya hemos llegado a donde queriamos, o al menos a donde pudimos. Vale. Hablemos de Lebaudy. Pues fue también uno de esos viajeros puntuales de principios de siglo, del XX digo; en este caso por apetencias económicas, o por mero ego, o por las dos cosas. Era un millonario francés bastante lunático y tartarinesco, por el Tartarín de Tarascón de Alfonso Daudet.

-Conozco la obra.

-Y yo. Fue el primer libro que tuve, con diez años. Ganado en el concurso de lectura del colegio. Pero de eso hablaremos otro día, ya que le veo con urgencias. Lebaudy era hijo de un industrial azucarero e inversor en bolsa. Su hermano había volado en dirigible, y de hecho su familia promovió la construcción de uno de esos modelos, al que se llamaba precisamente  “el Lebaudy”.
Era una familia notable. Pero el primogénito, Jacques, tenía otros sueños de grandeza, delirios más bien, aunque también envueltos en un espíritu empresarial innegable. Esa mezcla de utilitarismo y vesania es lo que descolocaba a todos los que le trataban. Era un loco que decía cosas cuerdas, también; y además, a fin de cuentas, tenía mucho dinero, lo que siempre se tolera mejor que al impecune. En aquellos años era el turista más rico de Las Palmas, y también desde luego el más excéntrico. Vestía de riguroso negro, y portaba siempre paraguas. Otras veces, cambiada su atuendo por el de un pordiosero.



-Lebaudy llegó a Las Palmas como palanca de su sueño africano. 

-Parece que en Francia un aventurero le había hablado de las tierras inexploradas del Sahara. Y concibió el proyecto nada menos que de un tren transahariano que uniría Senegal con Orán y Francia. El se aseguraría el monopolio del transporte, y transportaría entre otras cosas sales y fosfatos, para lo cual fundó una sociedad. Tonto no era. Pero no quería limitarse a ser un industrial, su sueño precisaba todo un imperio. Y aprovechando que las potencias europeas aún no tenían clara la delimitación de las distintas partes del Sáhara, se fijó en una tierra de nadie entre cabo Juby y Cabo Bojador, abandonaba algunos años atrás por los ingleses, cerca de Tarfaya, y sobre la que no tenía autoridad real el sultán, donde atracó y fundó la capital de su imperio de papel o de opereta, como decían algunos. Troja. Quería también establecer el telégrafo entre Las Palmas y su imperio saharaui, y convertirla en el puerto de enlace con el gran desierto. No eran malas ideas.

-Pero tenía muchas otras fantasías extrañas, como una expedición turística por Sudán en camellos.

-Sí, o conseguir el cruce del caballo y el camello. Pero todo eso fue más tarde. En 1903, que es el año del que hablamos, compró una goleta de segunda mano, el Frasquita, atracó en el Puerto de la Luz, y reclutó marineros, que en realidad tenían que ser soldados de su Armada. Quería hombres jóvenes y fuertes y fusileros para su empresa imperal. Acabaría años después acusado de contrabando de armas, entre otros delitos.



-Y se fue a Troja.

-Sí, una bahía cerca de Tarfaya, a la que llamó así, capital de su imperio. Acuñó moneda, creó una bandera y un estandarte, fundó una orden religiosa… Decía que tenía que ser conocido como “Jacques I, Najin-al-Den, Emperador del Sahara, Emir de los Creyentes, rey de Tarfaya, duque de Arleuf y Príncipe de Chal-Huin”. En Francia y España sus actividades entre circenses y empresariales sembraron a la vez la guasa y la preocupación. La verdad es que el imperio nunca llegó a despegar. En Troja dejó un destacamento de cinco hombres para dirigirse a la segunda ciudad de su imperio, y los nativos apresaron fácilmente a sus “soldados”. Los bereberes que ocupaban aquellas tierras no tenían otra obediencia que la influencia  religiosa del jeque Al El Mainin, y era independientes, aunque el sultán pretendía domeñar todas esas tierras. Y al final los prisioneros acabaron como rehenes del sultán, y liberados a cañonazos por un buque francés. Los liberados acabaron demandando a Lebaudy, que se vio acosado por todas partes.


-Y emprendió la huida.




-Primero sólo de Francia. Marchó a Londres, proclamándose desde el hotel Savoy todavía emperador del Sahara, y planteó demandas en el tribunal de La Haya para que se reconocieran sus dominios, ahora en enemistad con su antigua patria. Nombraba condes y marqueses, editó una revista como una especie de boletín oficial del Estado de su imperio. También vivió luego en Italia y en Bélgica. Tenía mucho dinero todavía, y se dejaba ver en los más elegantes hoteles de la vieja Europa, con sus extraños atuendos.



-Luego vino la deriva familiar.

-Sí. Si esto fuera una obra de teatro, eso sería el segundo acto. Lebaudy había conocido a una modesta actriz, Agustine, con la que había compartido algunos períodos, aunque ella recelaba de sus locuras. Finalmente quedó embarazada. Jacques creía que iba a tener heredero, un emperador sin heredero no estaba completo. Por desgracia Agustine dio luz a una niña. Jacques la repudió. Más tarde hizo las paces con ella, se casó, y visitó Las Palmas de nuevo para pasar la luna de miel con su "emperatriz" con toda munificiencia. Era muy famoso aquí, por supuesto. Nadie podía pasar menos desapercibido, con su aspecto, su dinero, sus extravagancias... en aquella pequeña sociedad isleña.

-Y más tarde, la tragedia.

-Ese sería el tercer acto. Las potencias europeas acordaron el reparto sobre Marruecos y Sahara en el tratado de Algeciras. Lebaudy se sintió ignorado, escribió a los gobiernos europeos quejándose incluso de su postergación… Pero el cerco sobre él se iba estrechando legalmente, se abrieron varios procedimientos penales, se confiscaron sus barcos. Finalmente decidió instalarse en el nuevo mundo, con su esposa e hija. Adquirió una enorme mansión en Long Island.

-Y concibió deseos...

-Dado que Agustine no le daba un varón, pensó que tenía que engendrarlo en su propia hija. Cuando se convirtió en una adolescente atractiva empezó a perseguirla. Madre e hija vivieron una auténtica reclusión, un maltrato psicológico permanente. Jacques no las dejaba salir, y entretanto él se paseaba por los hoteles de lujo de Nueva York, provocando numerosos altercados. Lo que hoy llamaríamos un caso claro de violencia de género. El emperador estaba perdiendo la salud mental. Fue ingresado en un psiquiátrico varias veces. Sus excentricidades no tenían límite. Compró un centenar de caballos para armar un ejército que ayudara en la I guerra mundial al ejército francés. Contrató jóvenes para la instrucción. La policía le encontró cabalgando con la bandera tricolor como chal, una trompeta de juguete colgando en el cuello y un bastón de mariscal en la mano. Quería comprar también treinta mil bueyes. Se paseaba por su casa con sahariana, sable y pistola. El acoso a la hija iba en aumento, entretanto. Alarmada,  Agustine fue a visitar al sheriff. El sheriff, hombre prudente, dado que no había hechos consumados, consiguió simplemente una pequeña pistola a la señora, para que pudiera defenderse, en caso de necesidad.

-Y le hizo falta.

-Sí, un día de 1919 el emperador comunicó por teléfono a su esposa que esa tarde llegaría a casa para yacer con su hija, de buen grado o por la fuerza; y que no se resistiera. Debía concebir de una vez al heredero. Madre e hija se encerraron en una habitación. Y empieza el desenlace de la tragedia. Aquí las versiones discrepan. Unos dicen que Jacques derribó la puerta armado. Otros que al encontrarse la puerta cerrada, simplemente prendió fuego a la casa. Lo cierto es que Agustine salió de su encierro y, desesperada, vació el cargador de su arma contra el emperador. Ella dice que él disparó primero. Quien sabe. No había nadie más que los tres en la casa, y el difunto emperador no pudo testificar. La hija se limito a llamar al sheriff...mama ha disparado a papa.



-Siguio un juicio célebre.

-Y que acabó con absolución. El Tribunal apreció legítima defensa. Tengo mis dudas de que los hechos ocurrieran exactamente así. Pero sin duda, la absolución, si no legal, fue justa.

-Ahí terminó el imperio del Sahara.

-Bueno, realmente acabó de forma mucho más vulgar. En su testamento, Jacques había donado su fortuna a su esposa e hija, a condición de que ésta se casara. Mantenía su obsesión, supongo, por tener herederos. Como la hija era soltera ninguna de las dos podían heredar. Así que concertaron un matrimonio quizás blanco con un detective, que también perseguía el dinero… Madre e hija acabaron huyendo de nuevo, ahora del buscafortunas. Claro que es lo que ellas también buscaban, y todos. Al final, el imperio acabó en un reparto salomónico en el año 1921, entre la hermana de Lebaudy, Agustine, su hija, y el marido de ésta. Lo cierto es que tiempo más tarde la emperatriz casó con otro buscavidas, y entre los dos maridos se encargaron de diluir  en los casinos de Cannes  la fortuna de la emperatriz y la rica heredera.

-Un final tradicional y ramplón para una historia insólita. La casa siempre gana.

-El dinero  procura soluciones prosaicas a las cosas. De vez en cuando, la prensa, incluso la local, recuerda la historia de Lebaudy… Pero ¿realmente era solo un loco? Se proponía explotar los fosfatos, y lo cierto es que esa es la mayor riqueza del Sahara, aún hoy día. Quería fundar un imperio basado en la igualdad y la libertad de sus gentes. Igual no estaría mal que apareciera otro, para entretener nuestros ocios. O para rescatar al Sahara de su condena, del siroco terrible, de la noche absoluta, del éxodo tamazigh en los campamentos de Tinduf.

-Mucho pide usted, solitario. Ya no existen esos personajes. Y cuando aparecen, prometen el cielo y luego rápidamente venden su alma al diablo.

-Ni eso. Ya no hay almas que vender. Ahora lo que se estila son héroes de videojuegos o cantantes de reguetón- el solitario me dio una palmada en el brazo- ¡Un día tenemos que ir al Sahara, joven, a ver el amanecer en aquellas playas de arena infinita, tomando el te en una jaima!. ¿Dónde estará ahora Troja? Creo que sigue siendo una bahía abandonada.

Los dos nos quedamos callados, evocadores, al final de la tarde. Era la hora del cierre, y el bibliotecario, muy amablemente, nos invitó a abandonar el Museo. Terminamos con un “enyesque” por los bares de la calle Triana. Pensé que por esos mismos lares había paseado en carruaje el emperador del Sahara su paraguas un siglo atrás, firmando autógrafos y encargando caricaturas. Ya sólo eso es lo que queda en Canarias de él, un retrato bufo en sepia, y unas fotos de la vieja goleta atracada en el muelle. Polvo somos, al polvo vamos. Tampoco es mala metáfora para una historia del Sahara, ese desierto, que según dicen, un tiempo fue selva inmensa y feraz.

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