miércoles, 14 de noviembre de 2018

Diario del Solitario 11. De crucero


Diario del joven y el solitario. 11. De crucero.

Ricardo Moyano. Noviembre 2018.
Para M.A.





El solitario acaba de salir del cine, y se apoya ligeramente en un bastón. Le ha gustado la película. Vamos dando un paseo lento y circular por el parque, y cuando el solitario se cansa nos sentamos en un banco.

-Mi abuela decía que las películas buenas eran las que la hacían mucho reír o llorar. Reír es mucho más difícil, quizá porque la vida es de general amarga, no cree usted. Pero la verdad es que yo hace mucho tiempo que no llego tan lejos, y no logro otra cosa que emocionarme o sonreírme, en el mejor de los casos. Claro que ese es mi problema, no el del filme. O tal vez sea sólo la represión de la educación judeocatólica. Pero este era un buen thriller, con sus dosis de sexo y de amor, y de violencia y de dinero, que son sus reversos.

Me sorprendo.

-¿El dinero es el reverso de la violencia, solitario? ¿O se refiere al del amor?

-De la fuerza, por supuesto. La sociedad moderna cambió la violencia descarnada por el dinero. Es su lado amable, aunque a tantos haya conducido a la perdición la ambición de tenerlo o su mera abundancia. Y hay un último tema eterno en el cinematógrafo, que también tiene dos caras, la soledad. Su reverso amable en este caso es la solitud, el recogimiento. Por decirlo con imágenes, caen copos de nieve tras los cristales y una cálida manta nos abriga, nos cierne. Nos sentimos a gusto. En la cubierta del barco, eso fue lo que sentí muchas veces durante el crucero.

Al fin salió el crucero. El reciente viaje del solitario por Grecia era realmente los que nos había concertado esa tarde. Por teléfono, días atrás, recién llegado, me había hablado con entusiasmo de las maravillas de Atenas, de las islas cícladas… Pero ahora de pronto el humor del solitario era otro.



-Ya no tengo ganas de hablar de esas cosas, joven. Eso son meras postales, búsquelas en cualquier revista. Lo cierto es que éramos siete amigos, tres parejas y yo. Y cuando nos retirábamos a dormir, ellos se iban con sus mujeres, y yo a escuchar el mar en mi camarote.

-A lo mejor ellos se hubieran cambiado por usted, solitario.

-¿Ellos o ellas?- me guiñó un ojo-. Es broma. Aunque una de las señoras fue, como se diría ahora, una “novieta” mía, tanto tiempo atrás. Y en cuanto a ellos, tiene usted razón, quizá anhelan su espacio de solitud, porque nunca estamos conformes con lo que tenemos. Pero eso no me consuela.

-Así que no va usted a hablarme de Santorini, de Mikonos, de la Hélade- le reprocho, intentando cambiar de tema.

-No. Le haré llegar las fotos, tan coloridas, los molinos, las diosas, el largo sunset asaltado por los turistas, si tanto le interesa. Pero ahora ya me acuerdo de otras cosas. De la soledad, ya se lo he dicho. O no es que me acuerde, nunca es necesario recordar la soledad. Está ahí siempre, como el aire que respiramos o la taza de té. También el protagonista del thriller de hoy se quedaba solo, al final. En los western de los años sesenta los vaqueros se perdían en las llanuras con el zopilote danzando en el cielo. En los filmes de hoy son vaqueros urbanos, eléctricos, que también desaparecen entre los neones de la noche, la nube tóxica y las llamadas de las chicas de alterne.



-Pero no me dirá usted que se sintió tan solo como un vaquero o un policía en un crucero con mil personas a bordo.

-¿Me lo dice o me lo pregunta? Nunca se está más solo que en multitud. Y más en una multitud artificial. Cada uno hijo de su padre y de su madre, cada cual con su lenguaje. Unos hablaban chino, otros ruso, otros inglés, otros griego… Y nadie entendía a nadie. Las lenguas unen, y separan. Buscábamos la compañía de los iguales, de los hermanos de América. Con los demás solo nos quedaban las miradas y los gestos. Una noche me fui con la manta a la cubierta, a la proa; el buque avanzaba con un rumor ronco rompiendo. En alguna parte sonaba la música, el jolgorio, pero un marinero, delante de mí, miraba también al mar.

-Y hablaron.
-No. Era chino.
-¿Cómo lo sabe, si no hablaron?
Me miró burlonamente.
-Se le notaba en la cara... Pero no nos hacía falta hablar. Estábamos allí, con el mismo propósito. Igual incluso pensaba lo mismo que yo en ese instante: que si un hombre cayera al agua, o se tirara por propia voluntad, cuando a bordo quisieran darse cuenta, ya estaríamos muy lejos. Un hombre es muy poca cosa en la inmensidad del mar, en la del mundo, en la del cosmos.


-Como se ve, solitario, que ha visitado tierra de filósofos.
-Y de dioses y diosas. Pero, ¿sabe usted cuál fue mi peor y mi mejor momento en el crucero?
-Digámelos usted.
-El peor la caída, subiendo la Acrópolis de Rodas. Pisé en falso. De ahí ahora este bastón. De hecho lo compré en la propia isla. Ya ve, un extraño souvenir. Pero ahora lo llevo un poco por coquetería.
-Pues es muy bonito. Dejando al margen a las respetables esposas de sus amigos, seguro que ligó usted.
-Guardemos ese secreto- sonrió, mientras dejaba volar la vista.
-Ya veo que la soledad era un modo de despistarme. Se le nota el juez instructor que lleva dentro.
-Se equivoca. El mejor momento tuvo que ver precisamente con la solitud. Casi todos los pasajeros se iban a la gran sala de fiestas del crucero, donde había bailes, sorteos, vistosos números musicales. Pero descubrí otro bar más pequeño, en un rincón escondido a estribor. Y allí tocaban unos negros blues y jazz y canciones cubanas. Ese era mi sitio. Y volví todas las noches. Pedí una ginebra aromada y me ponía a escucharles, incluso hablé con ellos.  
-Una ventaja que no fueran también chinos.
-No, eran cubanos y dominicanos . Les pedí que dedicaran un tema a una señora elegante que estaba apoyada en la barra.
-¿Y….?
-Y. Letra griega. Vigésimo sexta del alfabeto español.
 -Dígame al menos que canción pidió.
-Luna de miel. No se qué misterio nos trae esta noche...


No hay comentarios:

Publicar un comentario