Diario del joven y el solitario. 11. De crucero.
Ricardo Moyano. Noviembre 2018.
Para M.A.
Para M.A.
El solitario acaba de salir del cine, y se apoya ligeramente
en un bastón. Le ha gustado la película. Vamos dando un paseo lento y circular
por el parque, y cuando el solitario se cansa nos sentamos en un banco.
-Mi abuela decía que las películas buenas eran las que la hacían mucho reír o llorar. Reír es mucho más difícil, quizá porque la
vida es de general amarga, no cree usted. Pero la verdad es que yo hace mucho tiempo que no llego tan lejos, y no logro
otra cosa que emocionarme o sonreírme, en el mejor de los casos. Claro
que ese es mi problema, no el del filme. O tal vez sea sólo la represión de la educación judeocatólica. Pero este era un buen thriller, con sus
dosis de sexo y de amor, y de violencia y de dinero, que son sus reversos.
Me sorprendo.
-¿El dinero es el reverso de la violencia, solitario? ¿O se refiere al del amor?
-De la fuerza, por supuesto. La sociedad moderna cambió la violencia descarnada por el dinero. Es su lado amable, aunque a tantos haya
conducido a la perdición la ambición de tenerlo o su mera abundancia. Y hay un último
tema eterno en el cinematógrafo, que también tiene dos caras, la soledad. Su
reverso amable en este caso es la solitud, el recogimiento. Por decirlo con
imágenes, caen copos de nieve tras los cristales y una cálida manta nos abriga,
nos cierne. Nos sentimos a gusto. En la cubierta del barco, eso fue lo que
sentí muchas veces durante el crucero.
Al fin salió el crucero. El reciente viaje del solitario por Grecia era realmente
los que nos había concertado esa tarde. Por teléfono, días
atrás, recién llegado, me había hablado con entusiasmo de las maravillas de
Atenas, de las islas cícladas… Pero ahora de pronto el humor del solitario era
otro.
-Ya no tengo ganas de hablar de esas cosas, joven. Eso son
meras postales, búsquelas en cualquier revista. Lo cierto es que éramos siete
amigos, tres parejas y yo. Y cuando nos retirábamos a dormir, ellos se iban con
sus mujeres, y yo a escuchar el mar en mi camarote.
-A lo mejor ellos se hubieran cambiado por usted, solitario.
-¿Ellos o ellas?- me guiñó un ojo-. Es broma. Aunque una de
las señoras fue, como se diría ahora, una “novieta” mía, tanto tiempo atrás. Y
en cuanto a ellos, tiene usted razón, quizá anhelan su espacio de solitud, porque
nunca estamos conformes con lo que tenemos. Pero eso no me consuela.
-Así que no va usted a hablarme de Santorini, de Mikonos, de
la Hélade- le reprocho, intentando cambiar de tema.
-No. Le haré llegar las fotos, tan coloridas, los molinos,
las diosas, el largo sunset asaltado
por los turistas, si tanto le interesa. Pero ahora ya me acuerdo de otras cosas. De la soledad, ya se
lo he dicho. O no es que me acuerde, nunca es necesario recordar la soledad. Está
ahí siempre, como el aire que respiramos o la taza de té. También el
protagonista del thriller de hoy se
quedaba solo, al final. En los western de los años sesenta los vaqueros se
perdían en las llanuras con el zopilote danzando en el cielo. En los filmes de
hoy son vaqueros urbanos, eléctricos, que también desaparecen entre los neones
de la noche, la nube tóxica y las llamadas de las chicas de alterne.
-Pero no me dirá usted que se sintió tan solo como un
vaquero o un policía en un crucero con mil personas a bordo.
-¿Me lo dice o me lo pregunta? Nunca se está más solo que
en multitud. Y más en una multitud artificial. Cada uno hijo de su padre y de su madre, cada cual con su
lenguaje. Unos hablaban chino, otros ruso, otros inglés, otros griego… Y nadie
entendía a nadie. Las lenguas unen, y separan. Buscábamos la compañía de los
iguales, de los hermanos de América. Con los demás solo nos quedaban las
miradas y los gestos. Una noche me fui con la manta a la cubierta, a la proa;
el buque avanzaba con un rumor ronco rompiendo. En alguna parte sonaba la
música, el jolgorio, pero un marinero, delante de mí, miraba también al mar.
-Y hablaron.
-No. Era chino.
-¿Cómo lo sabe, si no hablaron?
Me miró burlonamente.
-Se le notaba en la cara... Pero no nos hacía falta hablar. Estábamos allí, con el mismo propósito. Igual incluso pensaba lo mismo que yo en ese instante: que si un hombre cayera al agua, o se tirara por propia voluntad, cuando a
bordo quisieran darse cuenta, ya estaríamos muy lejos. Un hombre es muy poca
cosa en la inmensidad del mar, en la del mundo, en la del cosmos.
-Como se ve, solitario, que ha visitado tierra de filósofos.
-Y de dioses y diosas. Pero, ¿sabe usted cuál fue mi peor y
mi mejor momento en el crucero?
-Digámelos usted.
-El peor la caída, subiendo la Acrópolis de Rodas. Pisé en
falso. De ahí ahora este bastón. De hecho lo compré en la propia isla. Ya ve,
un extraño souvenir. Pero ahora lo llevo un poco por coquetería.
-Pues es muy bonito. Dejando al margen a las respetables
esposas de sus amigos, seguro que ligó usted.
-Guardemos ese secreto- sonrió, mientras dejaba volar la
vista.
-Ya veo que la soledad era un modo de despistarme. Se le nota el juez instructor que lleva dentro.
-Se equivoca. El mejor momento tuvo que ver precisamente con
la solitud. Casi todos los pasajeros se iban a la gran sala de fiestas del
crucero, donde había bailes, sorteos, vistosos números musicales. Pero descubrí
otro bar más pequeño, en un rincón escondido a estribor. Y allí tocaban unos
negros blues y jazz y canciones cubanas. Ese era mi sitio. Y volví todas las
noches. Pedí una ginebra aromada y me ponía a escucharles, incluso hablé con
ellos.
-Una ventaja que no fueran también chinos.
-No, eran cubanos y dominicanos . Les pedí que dedicaran un
tema a una señora elegante que estaba apoyada en la barra.
-¿Y….?
-Y. Letra griega. Vigésimo sexta del alfabeto español.
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