(Dedicado a mi amiga Begoña Solaz, que conoció a Picolina).
Pronto volví a ver al solitario. En esa ocasión no tenia entre las manos su cuaderno de notas, ni una bebida, ni otra cosa que una bolsa con pan y un bastón a su derecha. Estaba tranquilamente sentado
en un banco del parque San Telmo, haciendo la estatua.
-Le veo a usted ausente, solitario.
-Ausente no, al contrario, estoy conmigo mismo, que no es poco. Dicen que es imposible dejar de pensar, un solo instante. Y es así. De hecho estoy envuelto en gratos recuerdos. Acompáñeme, si quiere.
Situó el báculo al otro lado del banco, haciéndome sitio. Sacó unos trocitos de pan de la bolsa y las palomas se arremolinaron zureando a su alrededor. El solitario les arrojaba migas de pan a un ritmo exacto, como si le hubieran dado cuerda. Me recordaba esas figuras inmóviles de los buscavidas ambulantes, que se disfrazan de faraones, astronautas o ecce homos a cambio de unas monedas. Pero en este caso el solitario era el dadivoso. Me debió adivinar el pensamiento, porque dijo:
-Mi joven amigo, los animales siempre nos dan más de lo que reciben. Son espejo de una versión mejor de nosotros mismos, la de nuestros sueños. Las aves nos dan el regalo de su grácil vuelo, de su libertad, de su cielo infinito. Y qué diríamos de los caballos, los borricos, o sobre todo de los perros y los gatos que viven en nuestras casas y en nuestros trabajos. Me dirá usted que las palomas vienen por las migas de pan. Puede ser. Pero nuestros chuchos y mininos nos dan el mejor de los obsequios posibles, su amor y su compañía absoluta y desinteresada.
-No necesita usted convencer a un creyente... Pero ¿por qué dice "en nuestros trabajos"? En el mío no hay otro animal que alguna mosca intrusa-.
-Claro. Hoy día no es muy frecuente, pero en los edificios
antiguos se colaban nuestros peludos. Yo trabajaba a menudo junto a la gata del juzgado, en aquellas dependencias vetustas de la Audiencia... Aquellos años están muy vívidos en mi memoria. A mis años, la vida consiste en un pacto entre el presente y un pasado confuso, fragmentario... Lo que sobrevive al olvido y viene a la memoria un día u otro.
Hizo una pausa, el solitario, y apoyó su mano en mi rodilla.
Hizo una pausa, el solitario, y apoyó su mano en mi rodilla.
-Joven, un día tiene usted que hablarme de cómo son los Tribunales
de ahora. Porque, aunque no lo crea, los viejos también aprendemos de los jóvenes. Claro que a veces lo que aprendemos de ustedes es que cometen nuestros mismos errores -rió-. Dicen que la piedra es el único mineral que tropieza dos veces en el mismo hombre...Pero afortunadamente, a veces la piedra se da cuenta y nos esquiva. También la piedra olvidada puede convertirse en una versión mejorada de sí misma. ¿Soñarán los pedruscos calcinados del malpaís? ¿Soñará la arena desnuda de los desiertos? Lo cierto es que cada generación mejora un poco a la anterior.En
eso consiste el progreso.
Me encogí de hombros.
-Yo creo que muchas veces retrocedemos como los cangrejos. Me parece que es usted más optimista que yo.
-Hoy sí. Eso depende del estado de ánimo. Ahora tenemos una tarde azul, la vida es
buena, las mujeres bellas, me quieren las palomas...
-Porque les echa usted pan, usted mismo lo ha dicho- reí.
-Yo dije que "eso podría pensarlo usted". No ponga en mi boca sentencias ajenas, joven; cíteme bien. Pero es verdad que no puedo comparar las torcaces con mi Picolina. Estaba pensando en ella, cuando usted
llegó.
-¿Quien era Picolina? ¿Una chica?
-De alguna manera, ja ja ja. Ya le dije, la gata que había en mi Juzgado. Se paseaba
por todo el edificio, tenía tema con cualquiera, pero quiero creer que tenía predilección por
mí, si atendemos a sus caricias especiales, y a que conmigo pasaba más tiempo. Era una gata grande y negra. Hacía una buena
labor, ahuyentaba a los roedores, y nos protegía de los malos espíritus. Porque
según leyenda, el edificio estaba, y está, alzado sobre un antiguo cementerio, y de
noche lo visitaban algunas ánimas. Los agentes de seguridad escuchaban por las
noches arrastre de cadenas y lamentos.
-¿Y Picolina les protegía?
-Por supuesto. Era una gata talismán. Se subía al sillón de un salto, ya sabe lo ágiles que son los felinos, y me miraba desde allí con sus
grandes ojos verdes, interrogantes. Yo aprobaba con la cabeza y entonces ella se dormía plácidamente, en ovillo. En ese instante, para mí, el despacho era un reducto de sosiego, y mi tarea fluía apaciblemente, como si por ensalmo desaparecieran del aire eso que un amigo suramericano llama "la mala vibra". A Picolina, claro está, nunca le faltaba en mi habitación comida y agua.
-¿Ve usted, solitario? Era como las palomas, estaba allí por
interés- sonreí. El solitario estiró el cuello, con ofendido orgullo.
-Piense usted lo que quiera. Aunque no le hubiera ofrecido ni los restos de una lata de sardinas, la gata hubiera venido a mí.
-Vale, vale, no pretendía contrariarle, solitario. ¿Y qué fue de ella?
El rostro del solitario se ensombreció ligeramente, justo cuando las nubes velaron el sol sobre nuestras cabezas. También se le habían terminado las migas y las palomas echaron a volar.
-Picolina estaba al margen del reglamento, por supuesto. Hubo quien dijo
que provocaba suciedad, otro que eran alérgicos a los gatos. Pero sólo una funcionaria, una que tenía pánico a los gatos, hizo un escrito oficial de queja. La
gerencia le hizo caso, y ordenó la salida de la gata en cinco días; de nada valieron mis
protestas. Yo no podía hacerme cargo porque en ese tiempo tenía una novia nada animalista. Al final encontré una vecina que se hizo cargo de Picolina. A pesar de mis esfuerzos, me sentí un traidor, y creo que la gata lo vería igual. El amor es exigente.
-El de su novia...
-Y el de la gata. Ya le dije. Los animales nos dan mucho, y también exigen. Es lo justo. Aunque realmente exigen mucho menos que nosotros. Siglos de marginación, de desprecio y de maltrato les han hecho conformarse con poco.
-El de su novia...
-Y el de la gata. Ya le dije. Los animales nos dan mucho, y también exigen. Es lo justo. Aunque realmente exigen mucho menos que nosotros. Siglos de marginación, de desprecio y de maltrato les han hecho conformarse con poco.
-El amor siempre engendra dolor. He
tenido perros, y sé lo que es perderlos...
-Pero Picolina no había muerto, ni la historia acaba ahí. Lo cierto es que desde su marcha los sonidos nocturnos, las psicofonías, se convirtieron en auténticos alaridos. Había muchas ratas. Las ventanas se abrían solas. Los agentes de seguridad, hombres bragados que apenas cabían por la puerta, estaban
aterrorizados. Notaban que alguien les rozara la cara, o los tobillos... Y no sólo eso. La
funcionaria que puso la denuncia empezó a escuchar maullidos en su casa; miraba debajo de los muebles, abría la ventana, y no había nadie... Luego enfermó varias veces. Como secuela le quedó un temblor en los labios. En su oficina empezó a notar un olor acre. Un día incluso dijo
haber olido azufre.
Ahora reí con ganas.
-Se pensaba que era Satán, en persona. Tal como me lo cuenta, sería cosas de llamar al exorcista.
-No se ría usted de lo que ignoramos. Le sorprendería saber la cantidad de científicos supersticiosos que he tratado. Mi opinión era distinta: no
era Picolina la que provocaba esos desmanes, sino su ausencia. Ya nadie se interponía entre nosotros y el aquelarre. En el noviembre oscuro y brumoso que dio comienzo, doblaron las campanas de la torre por la noche, en el mismo instante en que, según supimos luego, la funcionaria tuvo un grave accidente de coche.
-La mala suerte.
-Sí, o quien manejara la mala baba de los dados. Sonó el teléfono en mi casa. El hospital me mandaba recado para que acudiera con urgencia. La funcionaria, en vigilia y en sueños, preguntaba de continuo por mí. Sufría de alucinaciones y de histeria. Me agarró las manos, me suplicó que hiciera algo sobre Picolina. Firmó un oficio, y la gata regresó. El día que la trajeron se coló por mi ventana, saltó desde la mesa al sillón, y desde allí me miró con sus ojos glaucos, infinitos y sabios. Yo cabeceé, aprobatorio, como siempre, y ella, sin más protocolo se hizo un ovillo y se durmió. Luego bebió agua fresca en su cuenco. Comprenderá que a partir de entonces cesaron los fenómenos.
-¡Se había cerrado la puerta del Averno!.
-No hay que llegar tan lejos. Sencillamente, todo había vuelto a la regular normalidad. Y es que, joven, la felicidad, tal como yo la concibo, no es más que el orden simple de las cosas.
-O quizá Picolina era la pieza de encaje entre dos mundos, el del abismo y el de la luz.
-¿Acaso no estamos diciendo lo mismo?
-La mala suerte.
-Sí, o quien manejara la mala baba de los dados. Sonó el teléfono en mi casa. El hospital me mandaba recado para que acudiera con urgencia. La funcionaria, en vigilia y en sueños, preguntaba de continuo por mí. Sufría de alucinaciones y de histeria. Me agarró las manos, me suplicó que hiciera algo sobre Picolina. Firmó un oficio, y la gata regresó. El día que la trajeron se coló por mi ventana, saltó desde la mesa al sillón, y desde allí me miró con sus ojos glaucos, infinitos y sabios. Yo cabeceé, aprobatorio, como siempre, y ella, sin más protocolo se hizo un ovillo y se durmió. Luego bebió agua fresca en su cuenco. Comprenderá que a partir de entonces cesaron los fenómenos.
-¡Se había cerrado la puerta del Averno!.
-No hay que llegar tan lejos. Sencillamente, todo había vuelto a la regular normalidad. Y es que, joven, la felicidad, tal como yo la concibo, no es más que el orden simple de las cosas.
-O quizá Picolina era la pieza de encaje entre dos mundos, el del abismo y el de la luz.
-¿Acaso no estamos diciendo lo mismo?
ResponderEliminarMucho talento literario Ricardo y sabiduría. Felicitaciones por un texto tan bello.
María
Muchas gracias Maria. Viniendo de una escritora de tanto nivel como tu se agradece doblemente
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