martes, 19 de marzo de 2019

Diario del joven y el solitario 12. De una noche manchega

Diario del joven y el solitario. 12. De una noche manchega.




Ricardo Moyano. Marzo 2019.

Advertencia: Para quienes no han seguidos los textos de esta serie, diré que el solitario es un juez ya jubilado, senequista y algo cascarrabias, y el llamado joven un juez que anda por la treintena, y por tanto que todavía tiene ganas de aprender.


El solitario y yo nos vimos a la salida del cineclub, en una de las sesiones de clásico a las que era tan aficionado. De cuando, como él decía, “los filmes se llenaban con actores, escenas y palabras, y no con dinero, maquillaje y efectos especiales”.

-¿Cómo le va, solitario?-le digo- ¿Qué hace ahora?

-Son cosas distintas, joven. Ir me va bien. Hacer no hago nada, veo la vida pasar. Desde la atalaya de mi edad, es lo que procede. ¿Y a usted, cómo le va? ¿Le siguen abrumando las sentencias?

-Lo que me abruma es otra cosa. El invierno me tiene melancólico. Pienso a menudo en la muerte, en que todos vamos a morir, unos detrás de otros.

-Eso no está claro. Quiero decir, que sea así, en fila india. Imagine un cataclismo, o un accidente. Moriríamos juntos.

-Pues sí que me sirve usted de consuelo.

-No me paga usted para eso. El consuelo lo dan otras cosas, llenar la mente de futuro, de ilusiones, o de recuerdos placenteros. Fíjese, sin ir más lejos, la película me transportó a recuerdos de una noche de farra por la Mancha, y me olvidé por un instante de mis dolores.

-Cuénteme eso.

-Pero usted me iba a hablar de esa historia que investiga, del emperador del Sahara. No siempre voy a tirar yo de lengua.

-Otro día. Me interesa más La Mancha.



Me agarró del brazo, y echamos a andar con ligereza. Creo que quería ayudarme.

-De acuerdo, pero abríguese la garganta, si no quiere morir antes de tiempo con esta fresca, y que se cumpla su profecía. Allá voy. Cómo empezaba el libro por antonomasia, en un lugar de la Mancha… Pues también era invierno sí, y era la Mancha, pero el lugar en este caso fue un pub, o quizá deberíamos llamarlo simplemente un bar perdido de Guadalajara. Se trataba de rematar un congreso de cuyo nombre sí que no quiero acordarme, porque fue largo y plúmbeo. En el hotel de la ciudad quedaban escasas habitaciones, y tuvimos que compartirlas.

 No, no se imagine nada promiscuo, las chicas se fueron con las chicas. Mi improvisado acompañante, Fernando, era un hombre de apariencia taciturna, pero de un humor subterráneo y sólido. Y conocía la ciudad como la palma de su mano; no en vano había estado destinado allí dos años atrás. Tras la clausura hubo discursos y un brindis ligero; los más responsables se retiraron después. Yo no estaba entre ellos, ni mi compañero de habitación. Nos quedamos seis o siete irreductibles del callejón del gato. Todos del gremio. Entre ellos uno que era juez ahora en la ciudad. Y ese, Hilario era su gracia, era andaluz y el más juerguista de todos.



-Siga.

-Pues Fernando insistió en que fuéramos a aquel garito, donde decía que pinchaban la mejor música de toda la Alcarria, y se comía aún mejor. Había que meterse por detrás del Palacio del Infantado, y luego no había pérdida, decía. Y a Fernando sólo le faltó aplaudir.

-Y era verdad todo lo que decía Fernando.

-Por supuesto. Yo creo que le estaba echando el ojo a la compañera rubia más guapa y desenvuelta, y tal vez entrara en sus planes ir despejando acólitos, y llegado el caso mandarme a solas al hotel. Ya sabe, yo era compañero de habitación, pero no de cama. Sólo que el juez de Guadalajara tenía las mismas intenciones, sospecho, y lo cierto es que ninguno levantamos la tienda. Despachamos sobre la barra cañas y raciones de mucho respeto: recuerdo unos judiones riquísimos y unas empanadas de hornazo. Luego empezó la música, sobre gustos colores, claro está, porque mezclaban los Rolling Stones con el Gwendolyne de Julio Iglesias… Luego jugamos al billar y el futbolín, y de ahí pasamos a los tragos largos. Estábamos ya muy alegres cuando salimos a la noche, e Hilario a empezó a cantar en las cercanías de una fuente. Le ahorraré los detalles. Llegó la policía y acabamos todos en comisaría y durmiendo en el calabozo unas horas.

-Poco edificante, solitario.

-Alguna tendrá usted de esas.

-Me acojo a la quinta enmienda. ¿Y ahí termina la historia?



-No, termina al día siguiente, cuando nos llevan al juzgado de guardia.  Hasta aquí esa noche manchenga no tendría nada de especial. Pero resulta que el juez de guardia era el propio Hilario. No había querido identificarse, no se si por vergüenza, o como decía él, porque merecía el castigo. Así que tenía que tomarse declaración a sí mismo, y a todos nosotros.

-Llamarían entonces al sustituto.

-No. El suplente tenía malas pulgas, era hombre de misa diaria, y nadie sabe lo que hubiera sido de nosotros. Así que Hilario hizo de juez y de gamberro a la vez. Nos dejó a todos en libertad, y a sí mismo, claro.

-Surrealista. Le diré que en realidad el juez prevaricó dos veces, la primera por no abstenerse de conocer, y la segunda porque merecían todos ustedes una noche más a la sombra- sonreí-.

-Qué poco les enseñan en la Escuela Judicial ahora, mi querido amigo... La ley debe ser dúctil, adaptarse a las circunstancias cambiantes de las cosas, o si lo prefiere, al humor mudable de los dioses.

Reímos con ganas. Pero el solitario se puso serio de repente.

-Lo más triste de todo es que Hilario finalmente se hizo novio de la rubia, y un año después, conduciendo como locos por la autopista, se mataron los dos. Ve usted, no uno detrás de otro, sino juntos.

Se me encogió el alma. Pero el solitario aguantó la broma solo unos segundos.

-No hombre, no, sólo es verdad que se casaron. Pero viven felices y tienen dos hijos.  Ya están divorciados, eso sí. Hoy poca gente dura.
-¿Y a usted no le llamaba la atención la rubia?

-Llamaba la atención de cualquier varón de catorce años en adelante, como usted comprenderá, joven. Si lo que quiere decir es si me gustaba, no era mi tipo de mujer.

-Una respuesta muy gastada.

-Pues será porque es cierta. Y ya que le he contado un cuento, deje de pensar en la muerte, joven, que ya piensa ella en nosotros lo bastante. En su lugar, como diría Cervantes, es menester que busquemos también nosotros posada en el camino. Se me he despertado el apetito. ¿Tiene alguna sugerencia?

Volvió a agarrarme del brazo. Y con esas nos fuimos.

1 comentario:

  1. Excelente relato, Ricardo. Me ha sorprendido la riqueza del vocabulario y el uso refi ado del leguaje coloquial...he aprendido mucho. Un abrazo. Joe

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