Diario del Solitario (6): conferencia interruptus
Diario del Solitario 6. Conferencia
interruptus.-
Suena mi teléfono cuando estoy buceando
entre las novedades literarias en una librería de la calle Triana. Y es el
Solitario, que me convoca a charla en el paseo de las Canteras. Me resisto, le
cuento lo que hago.
-Deje usted los libros, y coja
la guagua. La tarde es joven y azul, y el mar, frente a mí, repite su conseja
de siempre.
-¿Y cuál es?
-Cual va a ser. "Recuerda que has de morir". Ese el
ritmo eterno del mar. Y como contrapunto, "aprovecha que son dos días". Eso lo sabemos bien los viejos. A
veces, ni dos días.
Cuando llego, Solitario está sentado en
un velador, con una limonada, bermudeando,
y me invita a imitarle. Pero yo pido una cerveza sin alcohol. El camarero
arrastra una leve cojera, y Solitario menea la cabeza, pensativo.
-No nos damos cuenta de lo que tenemos
hasta que lo hemos perdido, a veces sin remedio. Pasa con el amor de las
mujeres, con los amigos, con la juventud, y también con la salud. Mire usted ese pobre camarero.
-Tampoco es para tanto...
-Como a usted no le duele... Ahora me acuerdo de
una charla que di en un curso jurídico, sobre la discapacidad... Lo que sucedió
tuvo algo de humor amargo.
-Cuénteme, Solitario.
-Pues mire, era una mesa redonda, esos
actos que se llaman así aunque las mesas son siempre rectangulares, y en que
varios aburridos disertadores competimos generalmente para dormir mejor a la
concurrencia. Pero en esa ocasión el tema era la discapacidad, y la ponencia
estrella la ofrecía un abogado que sufría minusvalía y tenía que moverse en
silla de ruedas. Había llegado expresamente de Madrid para el acto; y desde el
hotel, en un taxi adaptado. Tenía un genio bravo. Cuando el organizador dijo
"¿Le han traído bien en el taxi?"
se revolvió: "A mí no me ha
traído nadie, he venido yo solito"... La cosa no había empezado
bien, y siguió peor, porque lo que no estaba adaptada, para consternación de
todos, era la tribuna del salón de conferencias.
-¿Cómo que no estaba adaptada?
-Que no había rampa para salvar el
desnivel entre el público y el elevado estrado de los conferenciantes... La
única opción era subir a peso al ponente. Pero éste montó en cólera.
-Esto es increíble. Una jornada sobre
la discapacidad y el propio salón de actos mantiene las vetustas barreras
arquitectónicas del siglo XIX. ¡Me largo! ¡Que llamen al taxi de nuevo y
modifiquen mi billete de vuelta para esta misma noche!. Y que no me esperen
más. Además, esto se va a saber en Madrid.
El organizador se agitaba alrededor de
todos, congestionado. Era un hombre obeso y sanguíneo, que veía peligrar su
jornada. Y así era, por su negligencia supina, desde luego. Pero entonces propuse impartir las charlas desde el
nivel del público, a pelo, eso sí, porque los cables del micrófono no llegaban
hasta abajo. Y el conferenciante estrella aceptó, a regañadientes.
-Asunto solucionado, Solitario. Gracias a sus buenos oficios. No le
faltaba razón al abogado, por otra parte.
-Cierto todo, joven, excepto en lo de "solucionado".
Porque apenas empezábamos a hablar cuando se levantó como un resorte un señor
desde la última fila, vociferando que él era muy sordo, que no oía nada, y que
había pagado sus derechos de inscripción como el que más, y ni siquiera se alojaba en
hoteles ni le traían en taxi como a otros. La manera en que se levantó como un
rayo ese hombre altísimo y se mantenía en pié erecto, parecía además una afrenta física contra el inmóvil y menudo ponente, que se iba poniendo
por segundos rojo como un tomate. Rojas tenía ya hasta las pupilas, de la ira. El organizador hacía grandes aspavientos y se dirigió hacia el oyente proponiéndole suplicante que se ubicara en la primera fila, o incluso entre los
contertulios, o que se le condonaban los gastos de inscripción, pero a todo se negó en redondo.
-Menos postureos. Si al conferenciante
le parece humillante que le aupen hasta los estrados, a mí también me lo
resulta el tener que sentarme delante como si fuera un figurón. He pagado por mi
anonimato y por mi derecho a la última fila.
A estas alturas, me estaba entrando la
risa. Para disimular, bebí cerveza y me atraganté.
-Le está bien empleado. ¿Se rié usted de las discapacidades,
joven?-
Finalmente pude contenerme.
-No, no, en absoluto.... Disculpe. ¿Y
cómo acabó la historia?
-Debería dejarle con la intriga, por pérfido. Pues como el rosario de la aurora. Al pobre
director del curso le dió un desmayo, hubo que aflojarle la corbata y la camisa
y sacarle al exterior a coger aire. La gente empezó a abandonar la sala entre protestas
y malhumores. Se apagaron las luces... La jornada se celebró al fin dos meses
después, en una sala perfectamente adaptada. Pero lo gracioso es que cuando todos se
habían ido hice de mediador entre el abogado y el asistente, y acabamos los tres tomando
whiskys en el bar de al lado y cogiendo una tremenda moña. No diré el modo en
que volvimos al hotel. Pero todo esto que no salga de aquí.
-¿De donde, de la playa?
Solitario y yo nos quedamos abstraídos,
mirando al mar, como rumiando la historia... Creo que él también estaba divertido, aunque lo disimulaba bien. En bermudas y polo floreado,
Solitario parecía uno de esos turistas que vienen del norte a invernar y dicen
"Sehr gut" o "Sangría". Una gaviota trazaba entretanto su curva mágica entre las
olas, atisbando presas. Solitario musitó: "Recuerda
que has de morir". A lo que yo
respondí: "Y a vivir que son dos
días".
Abril 2017 Ricardo Moyano
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