Diario del solitario 3. Puentepalo.
El solitario me cuenta que inició
sus primeros balbuceos literarios en la escuela. Se iba el cura de religión y
entraba, muy distinto, el joven profesor de literatura: les motivaba a crear, a
sentir, a aprender de otros sin copiarles. Había brillo en su mirada. De vez en
cuando hacían redacciones. Una vez hubo un concurso intercolegial que
financiaba la Coca Cola, y se seleccionaba una sola redacción por clase: la
mejor. El solitario compuso para ella, una mañana de lluvia, un texto
melancólico sobre el inminente derribo del palacete y el Puente de piedra o
"Puentepalo" que unía saltando entre las aguas del barranco del Guiniguada los barrios
de Vegueta y de Triana. Un puente del s. XIX, tradicional y hermoso, aunque en
realidad de palo, o de madera, sólo tenía el recuerdo de sus viejos pilastres,
y tampoco a esas alturas el barranco bajaba crecido, ya. No importa: los niños
que escriben hacen de un poco mucho, y el solitario le echó esa mañana fantasía y
nostalgia.
Unos días después el profesor
llegó al aula con gesto grave. Traía dos redacciones en las manos. Y habló
delante de todos, con energía y determinación.
-He de decir que el director ha impuesto la selección de una
mediocre redacción de un chico de esta clase, cuyo padre es su amigo, y al
parecer contribuyente de este colegio. Mi voto ha sido en contra, ya que la
redacción del solitario sobre el Puentepalo es muy superior, infinitamente
superior. Y como mi voto ha sido ese, es esa la que voy a leer en público para
todos ustedes.
El solitario enrojeció de
humillación, no tanto por el hecho de que se leyera su modesto escritillo a
viva voz, que también, sino sobre todo porque el otro niño estaba sentado allí
cerca, y el pobre no tenía culpa de los manejos de su padre y del cura.
Cuando acabó la clase el profesor
y el solitario no hablaron. Nunca lo hacían. Pero el solitario meneó la cabeza,
pesaroso, y el profesor alzó las cejas, justificándose. También el profesor era
un solitario, que se jugaba con ese arranque su puesto de trabajo. No hablaron.
Pero al devolver la redacción a su autor, el profesor le puso en el margen solo
dos palabras, entre exclamaciones: "¡Excelente! ¡Adelante".
Dos palabras que sostienen la
vocación de una vida.
El solitario quiere creer -pero
no lo sabe-, que el viejo profesor aún vive, que aún le visitan alumnos, que es razonablemente feliz -porque
sólo se puede ser absolutamente feliz en la sinrazón de un instante-. Que
recrea en su ático de leyenda donde anidan palomas y cigueñas y se apilan
libros sepias de sapiencia arcana, sus propios textos sobre puentes derribados,
sueños cancelados, bares de tertulia..., y barrancos por donde, ¡eureka!, ha
vuelto a correr de nuevo el agua de lluvia que de las cumbres baja brotando; cantarina,
indómita y eterna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario