DIARIO DEL JOVEN Y EL SOLITARIO (24)
DE FIESTA Y DESPEDIDA
Abril de 2025.
Para Angela Casiano.
El trabajo, inclusive en domingo, me impidió llegar antes, así que solo puede incorporarme en mitad de la fiesta de despedida del solitario. Marcha a Madrid para las pruebas médicas y una larga temporada donde piensa recorrer los pueblos y ciudades de su vida, “remontando el río”, me dijo, recitando el verso de Machado sobre el Guadalquivir: “Te vi en Cazorla nacer, te vi en Sanlúcar morir”. Aunque yo tengo la esperanza, el deseo, de que en el caso del solitario la muerte sea una mera metáfora, como cuando quemas todo lo pasado, todo lo caduco, en la noche de San Juan, y luego todo vuelve a renacer.
Me recibe Elizabeth, amiga o novia, confidente, o lo que sea, a la que él llama espejo de su alma. Al solitario no le veo de entrada, está perdido por algún rincón de la vieja casona, dice ella, amable. Me sonríe, me deslumbra con el sombrero y el tenue velo que le cubre los ojos y un ajustado traje negro de encaje. Del fondo surgen voces ruidosas y dislocadas, avanzo de su mano casi perdido, la casa es un enredo, de figuras que se asoman y se desvanecen, pero pronto llega un invitado al pasillo que ciñe a la mujer por la cintura hasta que ella se desase, coqueta.
-Es Cástor, ya ves, ochenta años no cumple pero todavía un don juan.
-Es que somos los que más amamos a las damas, madame- le hace una reverencia.
Cástor tiene en la otra mano un vaso de ginebra, que levanta hacia mí en señal de saludo. Pronto se unen varios amigos más, muchos de parecida edad, el bullicio crece, pregunto por el solitario, y entre todos me llevan casi a empellones pasillo adelante hasta llegar al salón, que es donde suena una música más armoniosa en unos potentes bafles y veo al fin al dueño de la casa, también muy elegante, que tamborilea en los brazos de un sofá con orejeras llevando el ritmo del compás. Reconozco la canción. Es una cumbia, Selena Quintanilla quien canta. “Como la flor, con tanto amor…”
-Una diosa era, joven- dice el solitario-. Una diosa chicana y universal. La verdad está en las mezclas, en el mestizaje de las razas, las culturas, los sexos… Siempre deberíamos vivir y cantar como Selena, como si no hubiera un mañana.
-Ya se. Le dispararon poco después por la espalda, una fan fanática. Como a Lennon.
-Todos los fan son fan-áticos, aunque afortunadamente no todos matan, no quieren a sus idolos hasta ese extremo. Pero siéntese a mi lado, joven. Elizabeth, por favor, trae algo para la sed del chico. Algo fuerte. Hoy es un dia especial.
La fiesta se desborda por todos los rincones de esa caja terrera y familiar de Santa Brígida que yo apenas había visitado hasta ahora. Gente que entra y sale, gente que no conozco, variopinta, unos van vestidos de chaqueta y corbata y parecen venidos de un club inglés, otros arrastran túnicas beduinas, o llevan blusas de colores y cinturones de esparto. Hay una mujer rubia y frágil casi desmayada en un rincón y otra mulata y oronda que en cambio da vueltas como una peonza al ritmo de la cumbia. Pero al final el solitario se levanta, apoyado en el bastón con empuñadura de plata, y como si notara mi aturdimiento me toma del brazo, o más bien pide que yo le tome a él, y nos alejamos hacia otro cuarto silencioso, tranquilo, la biblioteca. Allí descubro encima de una mesita hexagonal un bello juego de ajedrez con las piezas perfectamente alineadas, pero los caballos están vueltos del revés. Una travesura, supongo.
-¿Una partidita, amigo?- dice el solitario.
-Se jugar muy poco. No debería usted abusar así de un invitado.
-Bueno, en realidad no tenía intención de retarle. A usted no. Pronto se irán algunos, ya han comido y bebido bastante, y se quedarán solo los más amigos. Y vamos a hacer unos juegos aquí, puede usted mirar o unirse, si quiere.
-Como mucho mirar y admirar. Y hablando de eso, Elizabeth está muy guapa.
-Gracias, en su nombre. La belleza de una mujer siempre es admirable. Pero no vaya por ese camino, no se imagine que hemos formalizado nada. Además, ahora me voy a Madrid, ya lo sabe, y ella no puede venirse. Será largo, como mínimo. Y quiero que ella me recuerde solo desde la amistad, alegre y fuerte.
-Usted va a volver, solitario- le reconvengo.
El solitario se encoge de hombros, silba, y recita otra vez el verso de Machado.
-Te vi en Cazorla nacer, te vi en Sanlúcar morir. Cuanta musicalidad hay en esos versos. Hace muchos años hicimos una excursión por la sierra, vimos el origen de ese río Grande, como lo llamaron los árabes, fueron días de vino y rosas. Así que si la salud me lo permite, he pensado volver a esa sierra, llamaré a los amigos que quedan de aquel grupo, los que quedan y que siguen siendo amigos, claro. En especial a Rosa.
-¿Quién es Rosa?
-Una muchacha que hacía honor a la flor. No hace falta que sepa usted más. Le diré solo que caminaba haciendo eses de amor, como dice una canción. En todo caso pertenece al pasado. En realidad no le he traído aquí para hablar de eso, ni por el ajedrez, ni por el agobio que le noté, ni siquiera por la biblioteca, aunque ya le veo desviando la mirada hacia los anaqueles. Yo haría lo mismo. Todo libro es un arcano por descubrir. Pero lo que quería es presentarle a alguien. Ya nos observa. Basta que mire usted más arriba de los libros, al final del mueble.
Levanto la mirada, y veo allí a un gato negro con una gran mancha blanca sobre la cara, que me mira fijamente.
-Es Misi- dice el solitario.
Misi maúlla delicadamente, y se lame una pata perezoso. El solitario aprovecha para cogerme del hombro.
-No se si volveré por aquí, ni me importa demasiado, la verdad, si no fuera por Elizabeth, por Misi, algunas puestas de sol, y ciertos ratos gratos en los bares. Pero ya sabe usted mis creencias cuánticas. Cosas que aparecen y desaparecen, que se van por agujeros negros hacia otra dimensión, y quizá retornen por nuestra espalda, por otra puerta del laberinto. Bajo otras formas, acaso. La vida sigue. A lo mejor me ve usted de pronto en la mirada de un chamarilero, de un inmigrante negro, de un músico callejero, o de un marqués incluso, quien sabe. Pero es más probable que quede mucho más de mí en Misi porque lleva doce años de sueños, olores, caricias y sensaciones compartidas. Ahora no puedo llevarle conmigo, se hará cargo Elizabath, pero los dos se van a quedar solos. Mi petición es que usted la llame, que tome algún café con ella, que cuide también del gato.
-Se lo prometo- digo disimulando la congoja. Se hace un silencio, y el silencio se espesa demasiado, tanto que tengo ganas de volver al bullicio, y cuando miro otra vez hacia el techo me doy cuenta de que el minino se ha esfumado misteriosamente. El solitario me hace un guiño.
-Ya ve. Una experiencia cuántica. Quizá seamos nosotros los que no estemos aquí ahora, y él permanece. Todo en la vida es un juego de espejos y de trampas. No se chive, pero cuando estoy jugando las partidas a veces Misi me sopla las jugadas.
Río. Pero el solitario permanece serio. Es difícil saber cuándo pasa del humor a la lógica, o regresa de ella.
De vuelta al salón Cástor está requebrando ahora a la rubia, que hace juegos de manos en el aire como una hurí y le ignora. Y es que la música ha cambiado, ahora son aires del desierto, flautas dulces, laúdes bereberes. Han rociado sándalo, y uno pide que pongan Pink Floyd. Le complacen. Suena el teclado etéreo de Wright, en diálogo fértil con la guitarra de Gilmour. Alguien recuerda el disco de Pompeya. Y el solitario entra en la conversación, cuenta que el teclista usa escalas indias, que crean esas texturas de embrujo y desazón. Afirmo con la cabeza, porque en su día escuché mucho esos discos también, pero pronto aprovecho para pasar de lo divino a lo humano, beber el vino recio que me trajo Elizabeth y picar exquisiteces de las bandejas que están en una mesa en la esquina del salón, bajo un gran espejo ovalado, ya casi sin azogue, que Elizabeth me dice que perteneció al abuelo del solitario, y que se niega a retirar. El solitario nos ve y se nos une. Luego me entrega una carpeta.
-Contiene tonterías, pensamientos sueltos, y algunos pequeños relatos. Quisiera su opinión.
-Se la daré cuando regrese.
-No. Por teléfono. Le llamaré.
-Debe hacerlo. Quiero saber el resultado de las pruebas. Si no no pienso cuidar de Misi- sonrío.
Pasa el tiempo y compruebo que en efecto muchos de los contertulios se van marchando, emplazándose a reencuentros. Apenas han quedado cuatro o cinco amigos en el salón, que se ríen con el solitario, cuentan anécdotas, recuerdos, algún chiste gastado. Pasan a la biblioteca, y entonces, mientras Elizabeth y yo miramos, se desatan batallas feroces de ajedrez, dan golpes con las piezas en el tablero, se cruzan dicterios, se envenenan. Pronto me doy cuenta de que todo es teatro, que se ríen. Pero entonces pienso que también yo sobro, recuerdo que tengo muchas sentencias pendientes, que mañana es lunes, y que el solitario querrá despedirse de sus íntimos, y quedarse luego con Elizabeth para su última noche antes de volar. Quizá incluso descorche esa botella de vino selecto que traje para ellos junto a una caja de dulces. El solitario sin embargo se niega, porfía, hasta que insisto con firmeza en irme. Me lleva entonces a la salida con pasos lentos, me da un gran abrazo, y me descoloca recomendándome que algún día me presente a presidente de los jueces.
-¡Presidente! Usted nunca quiso cargos, solitario. Y yo tampoco.
-Pero mi padre y mi abuelo fueron buenos presidentes. Y a veces el que vale no quiere, y el que quiere no vale. No es mi caso. Yo no quise ni valía. Siempre fui una cabra loca. No soy ejemplo de nada ni de nadie.
-De mí sí lo es, solitario- digo, y noto que se me aprieta la garganta. El solitario abre la puerta y me da un cachete cariñoso. Veo entonces que el gato está encaramado en el perchero de al lado, y que me mira fijamente con sus grandes ojos fosforescentes. Me hubiera gustado preguntarle al gato, no las jugadas de las partidas del solitario, sino el futuro. Y para mi sorpresa, el solitario me lee.
-No le pregunte eso.
-¿Por qué?
El solitario dibuja una sonrisa.
-Porque no hace falta. El mañana está ya dentro de nosotros. Ya conocemos todas las respuestas. Solo tenemos que entenderlas.
En la calle es noche cerrada. He aparcado en un descampado, a unos minutos de allí. Enciendo el motor. Miro a la casa, que está ya lejos, a los balcones luminosos, y me parece entrever que detrás de los visillos alguien me observa. Pero quizá es solo una ilusión.
Un mes después el solitario cumple, y suena el teléfono. Por abrir conversación le digo que me han encantado sus textos. Los comentamos. Luego hablamos de jueces, del tiempo, de política, de mujeres, de músicos. No me atrevo a preguntarle por las pruebas, y dilato y dilato… Pero cuando ya va a colgar, como si aquello no tuviera importancia, me dice que según los médicos aún le queda cuerda. Resoplo. Y entonces, con un último gesto de orgullo, se rehace.
-Bueno, no se haga cábalas , joven, ya sabe que no hay que fiarse mucho de los médicos. Según ellos, como decía al final de sus días Tal, el gran ajedrecista, “aún estoy casi vivo”.